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FÉLIX MADERO
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Las calles aún están vacías. Agosto muere mientras la desgana hace maletas, llena depósitos de gasolina e imagina lo que está por venir. Quién lo diría, pero cuesta encontrar un bar para tomar café. Un café al final de un verano sospechosamente incierto. En la cafetería hay solo un cliente y está al final de la barra. Lo veo mirar con insistencia la taza vacía del café. Será que los posos le han dejado un mensaje que intenta descifrar, pienso para mí. Yo, más práctico, despliego mis periódicos y cambio los posos por noticias, aunque puede que haga mal en renegar de la forma en que el hombre de la taza intenta adivinar el futuro. Leamos la taza o leamos los periódicos, hay que estar muy desinformado para no saber que nada bueno llega con septiembre. Algunas cosas seguirán siendo iguales, y eso nos anima y reconcilia con lo cotidiano. La cotidianidad nos alivia, quién nos lo iba a decir. Pero sí, volverán los chicos a los colegios, se recogerán las uvas, se llenarán de personas los autobuses y metros, volverán los atascos. Eso que pasa siempre es solo el anticipo de un tiempo malo y escurridizo que todavía no sabemos dónde nos lleva. A peor, las cosas van a peor y no hay una señal que diga lo contrario. El paseo lento y urbano se hace pesado, y no por el calor. Cansa pisar las aceras con comercios cerrados o con los carteles gastados por el tiempo en los que alguien puso leyendas rápidas e inevitables: se vende, se traspasa, se alquila. Cambio de acera y cambia el mensaje aunque no el estilo: esta casa no subirá el IVA; aquí no subiremos los precios.

La crisis nos está haciendo peores, y yo, que tiendo al optimismo, creo que esto no ha hecho más que empezar. Hay menos de todo, y el reparto es cada día más traumático: menos trabajo, menos dinero, -los ricos se lo llevan a espuertas de España-, menos seguridad, menos confianza y verdad en todo y en todos. En el periódico leo la opinión de un santón de la Economía: lo único que aumenta es la pendiente de la caída, porque vamos a menos y a peor. El verano se va y enloquecemos por días y escribimos nuestra locura en crónicas que se leen con la tranquilidad con que se mira el pronóstico del tiempo. Salgo del bar, me pierdo en la ciudad mientras en mi cabeza resuena el pensamiento de Cervantes que un maestro de escuela de pueblo me obligó a memorizar: ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecérselo a otro que al mismo cielo! Pero yo les había dicho que tiendo al optimismo y que quizá, tal vez, en alguna parte.