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LA PACIENCIA

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La paciencia es una ciencia; más bien un virtuosismo científico, que dota al ser humano que la posee de atributos morales y éticos capaces de convertir la vida en un decurso sosegado. En un discurso esperanzado basado en la posibilidad cierta de que se realicen los milagros, ya sean aquellos atribuidos a una fe, ya a la enigmática fenomenología aconfesional. Pero la paciencia, por virtuosa que ésta sea, se pierde con la misma celeridad con la que se alcanza. Su fragilidad doctrinal la convierte, pues, en la antinomia de la esperanza y de la propia fe, siendo cierto sin embargo que no se puede vivir sin el auxilio de la paciencia sistémica asistida por las virtudes teologales, entendida como cuarta virtud ética.

Pocas frases lapidarias referidas a la paciencia han tenido mayor impacto revolucionario como la de Cicerón en las Catilinarias: «¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina?» («Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?») La paciencia soporta mal los abusos. La convierten en repulsa frontal, en hastío incendiario, capaz de asir la tea o blandir el mandoble. La elocuencia oratoria de Cicerón, abogado de nuestro conciudadano Cornelius Balbo en Roma, expresa el sentido atrabiliario del hartazgo, pese a que, en pro de la objetividad, ese aburrimiento se basara en errores de interpretación de la enigmática trayectoria política de Catilina.

Quizás la impaciencia de Cicerón, poco objetiva a lo peor, no supo adivinar el carácter sibilino de la trayectoria política de Catilina, experto en inocular en la vida tardorrepublicana el íncubo del enigma entendido como arma, como trapisonda dialéctica que siembra la duda supina sobre las aptitudes virtuosas de los gestores públicos, de la clase, ¿o peor casta?, política. Parecería aconsejable no hartarse y esperar pacientemente a que nuestros gestores públicos encuentren las soluciones idóneas para salir de este estado de postración creativa, ya que los estadistas, de serlo, han de actuar predictivamente; no han de esperar a que el tiempo solucione los problemas.

No podrá, no deberá, quejarse la clase política española de la impaciencia de nuestra Nación. Ante los recurrentes errores diagnósticos y premiosas acciones paliativas de los problemas que aquejan a los atribulados, sería natural que eclosionaran torbellinos de impaciencias, ajustes de cuentas democráticos, un compendio de clamores, que exigiera la toma de decisiones definitorias y definitivas para reordenar la Cosa Pública. No sirven las arcaicas acciones frentepopulistas del expolio ilegal; no sirve a la Nación la bronca ríspida entre facciones aquejadas de la esclerosis de la memoria convertida en hacha de sílex. A la Nación le conviene ponerse a trabajar para generar riqueza cultural y económica de disipación horizontal altruista, asumiendo las responsabilidades inherentes al vivir honestamente con mesura y con aguerrida e impaciente paciencia. Con dinamismo esperanzado y pasión maravillada ante la calidad de los actos colectivos nobles.