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Para vestir santos

YOLANDA VALLEJO
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No es casualidad que las tres exposiciones organizadas por el Consejo de Hermandades y Cofradías -las pietas- con motivo del Bicentenario, se hayan subido al podium de las más visitadas de este año. Y no lo digo precisamente por la brillantez del discurso expositivo o por la originalidad de las piezas exhibidas, ni siquiera por la calidad de los catálogos o por la cobertura mediática de las mismas. Las pietas han sido un éxito -lo sigue siendo la última muestra, en el Museo de Cádiz- porque no hay cosa que más nos guste que desvestir a un santo para vestir a otro. Hagan memoria y cuenten la de veces que en este año se han movido imágenes de un sitio a otro, la de procesiones extraordinarias y ordinarias que han salido a la calle en apenas siete meses, la de rosarios de antorchas, de aurora -el de esta mañana, sin ir más lejos-, vía crucis, magnas, visitas de cortesía -la de la Patrona, por ejemplo, que está pasando una semanita en puertatierra, besamanos se han organizado en lo que va de año. No, no es casualidad que nos guste tanto un traslado, una foto, una recogida, un estandarte, un incienso. Esta ciudad se ha quedado para vestir santos, que es la manera más suave que tiene nuestra lengua para referirse a aquellas mocitas mayores que, sin novio y sin expectativas, encontraban refugio -como Tamara Falcó, mire usted por donde- en las iglesias, arreglando a los santos como único oficio.

Y así está Cádiz. La señorita del mar, la que se bebe el sol, la de la risa marinera, ha ido cumpliendo años, y espantando pretendientes, ninguno le parece bastante a quien espera al aire. Harta de estar como Penélope, con su bolso de piel marrón y sus zapatos de tacón y su vestido de domingo, harta de ver cómo los trenes pasan y no paran, le ha dicho al futuro un «tú no eres quien yo espero» y ha vuelto sus misericordiosos ojos y su espalda a lo que esté por venir y se ha rendido mansamente. Nos hemos quedado para vestir santos. Y parece que no se nos da nada mal.