Las salidas en falso de la crisis
CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA UAMActualizado:Naturalmente que no sé qué hay que hacer para salir de la crisis, pero sí soy capaz de reconocer falsas salidas a la misma, caminos errados que no deberíamos transitar, porque son consecuencia del arbitrismo o el pesimismo, de la irreflexión o el desatino.
Evitemos, en primer lugar, a la hora de explicar nuestra actual situación, la metafísica o el esencialismo, aunque los atractivos literarios del desastre operen como cantos de sirena. Debemos huir como de la peste del regreso al atavismo hispano, a los viejos demonios del casticismo o la peculiaridad. Nada de volver a los lamentos, tan bellos, del 98 o similares. No estamos condenados a la postración ni somos incompatibles con el desarrollo económico o la modernidad política. Hemos superado con todo merecimiento el atraso y construido una democracia como rasgos inconfundibles de la inserción española en el siglo XX. De modo que saldremos de esta.
En segundo lugar, no es para nada la hora de revisar nuestra incorporación a Europa, que naturalmente es irrenunciable. Europa son sus instituciones, con sus defectos y limitaciones. Europa hoy es la Unión como organización política concreta, que supone la renuncia al conflicto o la guerra, como modo de afirmación simultánea de sus pueblos integrantes, y apunta, en cambio, a un futuro de juntura progresiva para los mismos. Me parecen imprescindibles dos afirmaciones obvias sobre nuestra condición europea. La primera, que no hay Europa fuera de la Unión, de modo que el horizonte de una afirmación política más amplia solo es alcanzable a través de los mecanismos de reforma del orden comunitario actual, previstos por tanto, y que, a través de las modificaciones del Tratado, son claramente accesibles. La utopía de Europa sin la Unión es reaccionaria, como lo es la idea de justicia prescindiendo de su encarnación posible, que es el derecho. No sirven por tanto, en segundo término, los ataques solapados a la Unión, aunque se presenten envueltos en papel de celofán izquierdista, como club de poderosos conservadores o como oligarquía sin piedad. Por favor, no van contra nosotros ni nos tienen manía, aunque puedan estar equivocados o comprender inadecuadamente nuestra situación, y podamos estar en desacuerdo con medidas concretas que nos sugieran o impongan. Algunas reacciones frente a las decisiones europeas que nos conciernen recuerdan la cantinela franquista de la incomprensión europea o la necesidad frente al impío protestante, en este caso el luteranismo de la señora Merkel, de establecer el cordón de la resistencia católica. Es cierto que las instituciones comunitarias no representan un demos europeo directamente, pero pueden invocar una base popular suficiente que es ulterior al capricho de alguna nación dominante orientada exclusivamente por su interés egoísta.
Por último, la hora de la crisis no señala el momento del desmantelamiento del Estado, como apuntan algunos sedicentes partidarios de su adelgazamiento, defensores más que de la rectificación racionalizadora de nuestra forma política, simple y llanamente de su destrucción. ¡Qué oportunistas suenan esas últimas protestas contra el Senado, o los delegados del Gobierno(¿?), o los gastos de Defensa, que como una monserga incoherente algún líder nacionalista se ha considerado obligado a hacer como aportación a la literatura de la crisis! No necesitamos, en la crisis, un Estado débil o inerte, sino fuerte y capaz, sabedor de sus posibilidades constitucionales, que ningún poder constituido puede hurtarle, mucho menos una Corte, si lo que ha de afrontarse es un problema económico nacional. Lo que los ciudadanos esperamos del Gobierno no es la dimisión del cumplimiento de sus funciones, sino su actuación a la altura de las circunstancias. En los años treinta del siglo pasado, en la época del 'New Deal' americano, cuando aparece el Estado intervencionista de los tiempos modernos, y se rectifica, el abstencionismo liberal y el protagonismo preferente económico de los Estados miembros de la Federación, el presidente Roosevelt que preparaba una nueva batería de medidas para afrontar la situación económica y resolver los problemas sociales de la Depresión declaró, en una famosa conferencia de prensa, que era inconcebible admitir «que el pueblo de los Estados Unidos hubiera de negar al Gobierno federal poder suficiente, se derivase de las competencias reconocidas en la Constitución (esto es, los llamados poderes implícitos) o aprobadas por los tribunales, para afrontar un problema nacional económico o que éste fuese decidido solo por los Estados». La organización territorial autonómica, entonces, no puede sin obviar su significado constitucional, como forma política estatal, suponer un obstáculo a la adopción de las medidas que una coyuntura económica de la gravedad de la actual requiere, y que el ordenamiento correctamente entendido, como no podía ser de otra manera, autoriza.