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ARCIMBOLDO

Juan Manuel Balaguer
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Cuando el escritor Giorgio Vasari, allá por el Siglo XVI, acuñó en Italia el concepto de manierismo, para nominar un movimiento contra el clasicismo del Alto Renacimiento, para él hipertrófico, nadie sintonizó mejor con ese alzamiento vanguardista que Giuseppe Arcimboldo (1527-1593), porque en lugar de expresar sus críticas desde otro clasicismo atenuado, como el de Tintoretto o Cellini, las encara desde la ironía humorística. Confeccionaba sus retratos con flores, frutas, plantas, animales y objetos, colocados de tal manera que todo el conjunto de la composición guardaba semejanza reconocible con el sujeto retratado.

Este ingenioso ejercicio, crítico con la herencia estética de Miguel Ángel, Leonardo o Rafael, aunque a blasfemia suene, buscaba la sensación de gelidez expresiva, alejando al personaje retratado de cualquier valoración objetiva de sus gestos y maneras. Pareciera estar esperando a que aflorara el barroco, haciendo las veces de puente, el que nacería con la vocación expresa de llamar la atención por medio de la exultación formal. Sus retratos, curiosa mezcla de trampantojo y naturaleza muerta, en la que una nariz resulta ser una zanahoria, o viceversa, concitan en el espectador un sentimiento de desapego, de desafección, para con el retratado, sin llegar a la mofa o el escarnio.

Si a Arcimboldo se le hubiera encargado hoy un retrato de Europa, nuestra parienta fenicia, la princesita candorosa que jugueteaba en la playa, en el momento de estar acariciando al gran toro blanco en el que se había encarnado Zeus para granjearse su confianza y así poder raptarla, quizás no hubiera encontrado suficientes tipos de hortalizas para configurarle un rostro y un gesto, aunque poco expresivo. No hubiere podido, pese a sus notorias habilidades, plasmar el rostro de la actual Europa, no la mitológica sino la escatológica, con la mirada perdida en un nihilismo anodino, en un horizonte desilusionado monetarista.

El recluir en un chiscón oscuro a la pasión, a la emoción, al hechizo de trabajar por una Europa unida, por una España unida a esa unión, nos está trocando el alma en un mustio lechuguino. En un arriate de cebollinos subidos al tallo porque nadie lo ha recolectado en su sazón. Arcimboldo, tampoco hubiera podido imprimir en el rostro de esta Europa marchita, esa mirada incipiente de loquita insulsa que juguetea con plena irresponsabilidad con hipótesis estultas e injustas, que sitúan al norte de un ecuador hipnótico a los postulados existenciales de los luteranismos, no confesionales, feraces y laboriosos, y al sur de esa insinuada linde , los de los catolicismos, tampoco confesionales, improductivos y holgazanes.

Los jugueteos veleidosos, irresponsables, con una antorcha encendida en un polvorín en el que se almacenan todas las necedades, envidias, insidias y maledicencias altamente explosivas, pone en grave riesgo la integridad de Europa y su futuro monumental, imprescindible para la Humanidad por cierto.