Tristes navidades
Actualizado:Miren, cuando el lobo asoma algo más que las orejas por debajo de la puerta se pueden hacer dos cosas. Salir corriendo por la ventana, como aquellos dos cerditos que terminaron en el exilio de su aburrido hermano mayor y esperar a que amainen los vientos de la desdicha encomendándose a todos los santos del cielo, o hacer como si nada, intentar sobrevivir incorporando el aliento del lobo a la decoración de la república independiente de su casa. Es sólo cuestión de acostumbrarse, aquí la salita, aquí el baño, aquí el lobo este que nos acecha. Y seguir adelante, porque aunque el camino de la crisis es tortuoso no tiene ni un solo atajo, ni siquiera un recodo donde descansar. Es verano, es infancia, y los días son largos, las noches cortas, el poniente nos deja dormir y hay un montón de cosas que hacer –bueno, yo también busco consuelo- en esta ciudad. Nos estamos acostumbrando.
Nos estamos acostumbrando a que las noticias sean siempre malas. Siempre estamos por debajo de lo que Europa espera de nosotros, siempre nos pilla en la cuerda floja cuando han quitado la red, siempre somos culpables aunque se demuestre una y mil veces nuestra inocencia. Y aunque sabemos que ni todo es tan malo ni antes era tan bueno, nos levantamos cada día con el convencimiento de que la única ley que impera en este país es la ley de Murphy, y que en virtud de este marco legal, todo lo que pueda salir mal, saldrá peor. No hay nada más doloroso que tener nostalgia del presente, y eso es lo que empezamos a sentir, nostalgia de un tiempo que se nos escapa, en el que podíamos hacer planes pensando en un futuro perfecto, sin perífrasis. En fin. Para ser honestos, nadie nos dijo que nos esperaba un happy end, así que no nos queda otro remedio que acostumbrarnos a las vacas flacas, ahora que nos hemos comido a las gordas. Por eso ya nos hemos acostumbrado a desayunar recortes mojados en el café. Recortes en sanidad, en educación, en sueldos, en prestaciones… soltando lastre para ver si conseguimos mantenernos a flote. Ya nos hemos acostumbrado a llamar «funcionario» a todo lo malo, igual que Alberti llamaba Cádiz «a todo lo dichoso». Ya sabemos a quién echar la culpa, y hasta ahora ese remedio casero nos ayudaba a calmar un poco el escozor de la cartera.
Pero ¡ay! nadie pensó que Blacamán seguía teniendo una carta en la manga y la acaba de sacar. Estas serán unas navidades tristes para los funcionarios, que se quedarán por primera vez en la historia de la democracia sin paga extraordinaria –lo de la compensación en 2015, de momento, no me lo creo-, sin esa paga que empleaban en regalos de Reyes, en comidas familiares, en caprichos inútiles, en viajes absurdos… esa paga que gastaban íntegramente en apenas dos semanas en los comercios de su barrio, en los hoteles de la zona, en los restaurantes de su ciudad, en los cines y los teatros, en los centros comerciales. Una paga que incentivaba el consumo y movía la economía en un entrar y salir, en un ir y venir de paquetes, de billetes, de aguinaldos. Van a ser unas navidades muy tristes. Ya empiezo a tener nostalgia ¿ven? y ustedes a tener miedo, no lo nieguen. Porque en una ciudad como Cádiz, no sólo se cumple la ley de Murphy sino el refranero completo, y por eso cuando las barbas del funcionario vean cortar, más vale que vayan poniendo las suyas a remojar.