Democracia y valores sociales
CATEDRÁTICO DE DERECHO POLÍTICOActualizado:Suele ser frecuente la queja ciudadana de ausencia de valores en los momentos actuales. Se han perdido los valores. Y, más aún, es una laguna que se atribuye a la democracia establecida. Dada la gravedad de la afirmación, estimo que conviene una breve distinción.
Hemos de apuntar, en primer lugar, al abandono de valores por considerarlos propios de un cercano pasado autoritario que se condena. Y en este apartado podríamos comprender un elenco de valores que, debidamente 'adaptados' a la situación democrática actual, bien podrían tener plena vigencia. Muy posiblemente el valor de la autoridad sea el ejemplo más palmario del abandono que señalamos. La autoridad, como valor general en una sociedad, no tiene que ser necesariamente autoritarismo, que constituye algo bien distinto: abuso indiscriminado, forzado y sin razón de ser. La siempre discutible extensión del igualitarismo aquí y allá (en el mundo académico, por ejemplo) ha asestado un duro golpe a la autoridad que ahora, creo que difícilmente, se quiere recuperar en el mundo de la enseñanza. Algo similar cabría decir del respeto a quien es superior por alguna circunstancia: sabiduría, jerarquía o grado. Sigamos en la cita de lo que alegremente hemos abandonado.
El juicio minusvalorizado del trabajo, algo que viene de muy atrás con toda la literatura sobre 'la picaresca', que se une a la supervaloración del temprano éxito en cualquier clase de actividad. Creo que tenemos ejemplos abundantes y recientes. Otro valor dejado en la cuneta, y con bastante fuerza, ha sido el pudor. Y ello con el absurdo argumento de que todo lo que sirve o se puede hacer en el mundo de lo privado, lo es también para la vida pública. Por último, notable abandono ha recibido, salvo en acontecimientos muy concretos que están en la mente de todos, el valor que debiera ser superior del patriotismo. El amor a la Patria aparece como deber nada menos que en nuestra primera Constitución de 1812. Y el mismo Ortega así lo expresa: «El español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio».
Hasta aquí, lo absurdamente abandonado sin razones válidas. Repetimos: debidamente amoldados por el cambio de régimen, podrían tener plena vigencia y serían perfectamente válidos en nuestra democracia, colaborando a desmentir la acusación de ausencia con la que hemos comenzado.
Pero hay más. Lo que hay es que la democracia también posee sus propios valores, que no creo del todo asumidos. Creemos que, por usar del decir sintético, pueden reducirse a estos cuatro fundamentales:
a) El indiscutible valor de asumir el Estado. Parece una obviedad, pero no lo es. El Estado como organización jurídico-política de la sociedad. Su ausencia viene de lejos, pero es insoslayable su adquisición. En nuestro país, burlar o engañar al Estado ha llegado a ser habilidad aplaudida por la ciudadanía: el famoso estraperlo, la declaración de la renta, el no pago de impuestos, la fuga o engaño de capitales y un largo etcétera donde caben todas las venideras formas de engaño. Esto ha llegado también a la supervaloración: «pobres funcionarios que dedican toda su vida a servir de alguna forma al Estado no sirven para la libre competencia». Este ha sido el razonamiento. Como es fácil suponer, un lapsus muy peligroso para la estabilidad de la democracia. Precisamente, la estabilidad de todos los jalones administrativos es lo que permite a un país avanzar, a pesar de la inestabilidad eventual de los cambios gubernamentales. La Cuarta República de Francia constituye buen ejemplo, mientras que la Segunda República española lo es de lo contrario.
b) El valor de la participación, como supuesto básico de cualquier régimen democrático. Sencillamente, la participación es el 'prius' para la posterior exigencia de responsabilidad. En el actual contexto español lo que estamos contemplando es la sustitución o, al menos, la primacía de 'la calle' como forma de expresión de voluntades. Algo que es sumamente peligroso para el mismo Parlamento, que es el 'locus', el lugar donde debe residir el principio básico de la soberanía. De aquí, claro está, la necesidad de que las modernas Constituciones arbitren en su articulado formas directas o semidirectas de participación, sin pasar por los partidos.
c) La plena aceptación del pluralismo en todas sus vertientes. Ya Dahrendorf lo describió como «la aceptación del distinto y lo distinto». La sociedad democrática no puede ser nunca monocorde. El único límite que cabe señalar es la necesidad de frenar aquellas actitudes que usen métodos violentos para obtener sus objetivos. No hay que olvidar que el uso de la fuerza o violencia es, desde la definición de Bodino, una de las piezas fundamentales de la soberanía del Estado.
d) La existencia y la práctica del valor de la tolerancia. O, si se prefiere, la necesidad del talante democrático. Frente a la 'mentalidad autoritaria', el ciudadano tolerante. Que gusta de oír antes de enjuiciar. Abierto al diálogo y no al rechazo por sistema. La condena del 'porque sí' o 'porque no'. Quien no piensa como él será su adversario, nunca su enemigo. Machado lo sentenció así: «¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla».
Por todo lo dicho, la conclusión estaría tanto en el rescate amoldado que hemos descrito al comienzo, cuanto en el añadido de los cuatro valores ligeramente expuestos.