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Algunas de las niñas que resultaron intoxicadas ayer en una escuela de la provincia afgana de Jawzjan. :: EFE
MUNDO

Una enseñanza envenenada

La intoxicación de 800 niñas en ataques contra escuelas de Afganistán resucita los miedos de la época talibán

IVIA UGALDE
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Cada mañana, Hamida se despide de sus padres sin saber si volverá a verlos. Tiene 18 años y su desafío de abrirse paso en una sociedad tan conservadora como la afgana comienza de camino a la escuela. Para sentirse más segura, acude a clase acompañada de otras 5 o 10 estudiantes. «Tenemos mucho miedo», confiesa, consciente de los riesgos que conlleva ser mujer y aspirar a la enseñanza. Ya no puede tomar agua ni comida en su colegio porque teme ser víctima de los envenenamientos que sacuden el norte del país. Cerca de 800 alumnas han sido intoxicadas en una oleada de ataques que ha resucitado los fantasmas de la época talibán.

La provincia de Takhar, transferida al control de las fuerzas locales desde hace tres meses, ha sufrido la mayoría de los casos. La OTAN aseguró a su salida que la seguridad había mejorado. Sin embargo, desde 2009 la región se ha convertido en un semillero de la insurgencia y de numerosas actividades delictivas. La agencia de Inteligencia afgana asegura que el objetivo de los radicales islámicos es cerrar las escuelas antes de la retirada de las tropas internacionales en 2014. Un intento al que se resisten los propios profesores y estudiantes, que han organizado guardias nocturnas y vigilan a la entrada de cada colegio para evitar nuevos actos de intimidación.

La progresiva incorporación de las mujeres a la enseñanza -tras el derrocamiento del régimen talibán en 2001 con la invasión estadounidense- ha dado lugar a los niveles más altos de escolarización en la historia del país. Actualmente, 8,2 millones de personas asisten a clase frente al poco más de un millón de hace una década. De ellos, 2,2 millones son niñas, lo que representa un éxito sin precedentes. Pero a la par que se ha multiplicado la presencia femenina en las aulas, también lo han hecho el rechazo y la discriminación. Los ataques contra alumnas resultan especialmente habituales en las regiones del sur y este, donde los fundamentalistas concentran un mayor apoyo.

Avance de la insurgencia

Desde mediados de abril, las intimidaciones se han extendido al norte, un síntoma del creciente peso de los radicales cuando ha comenzado la cuenta atrás para el repliegue. Solo en Takhar, 475 menores de entre 7 y 18 años han sido envenenadas en los últimos tres meses. Ayer fueron intoxicadas otras 100 en la provincia de Jawzjan, mientras que en la vecina región de Sar i-Pul alrededor de 200 alumnas resultaron víctimas de ataques similares el pasado 22 de junio. La forma de atentar más frecuente es mediante el vertido de veneno al agua o al propagar gases tóxicos en las aulas. Como consecuencia, las estudiantes han tenido que ser hospitalizadas, algunas de ellas en estado crítico, al sufrir desmayos, dolores de cabeza y vómitos.

«Esto no es una enfermedad natural, sino un acto intencional de aquellos que están en contra de la educación de las niñas o irresponsables individuos armados», denunció el director del departamento de Salud Pública de Takhar, Haffizullah Safi. Los talibanes, por su parte, han negado todo tipo de vinculación. La postura de la insurgencia concuerda con el anuncio lanzado el año pasado por el Gobierno de Hamid Karzai, cuando aseguró que a fin de avanzar en las conversaciones de paz los fundamentalistas habían adoptado una posición más moderada y ya no se oponían al acceso de las mujeres a la enseñanza.

En un esfuerzo por alejar la sombra de la sospecha, los talibanes prometieron incluso castigar severamente a los responsables de atentar contra las escuelas. El mensaje quedó en entredicho con las investigaciones del servicio de Inteligencia afgano. La pesquisas llevaron a la detención hace un par de semanas de 15 personas: 12 insurgentes, una mujer paquistaní que trabajaba en una clínica y dos estudiantes que recibieron 50.000 afganis (790 euros) cada una por arrojar veneno en el agua. Una de las alumnas, Sima Gul, confesó que se había visto obligada por un yihadista, que en repetidas ocasiones la siguió hasta el colegio. «Amenazó con secuestrarme y matarme si no lo hacía», dijo al rotativo paquistaní The News.

La psicosis por los envenenamientos ha alcanzado centros emblemáticos de Kabul como la secundaria Habibia, donde Abdul Fatah, a sus 16 años, compagina su aprendizaje con el trabajo de vigilancia. Sabe que arriesga su vida, pero la otra opción es quedarse en casa y unirse a las decenas de miles de afganos que han dejado prematuramente la enseñanza y luchan ahora por ganarse la vida en puestos poco remunerados.

El relativo privilegio de Abdul de continuar con sus estudios pese a estar en el punto de mira ha sido imposible en otros casos en los que incapacidad del Gobierno para garantizar la seguridad ha forzado el cierre de las aulas. Ya son 500 las escuelas que en 11 provincias han dejado sin acceso a la enseñanza a cerca de 200.000 menores, en su mayoría niñas que miran con temor hacia el futuro.

La frágil situación de un país asediado por la insurgencia y la vulnerabilidad de las fuerzas locales para restablecer la calma tras 30 años de guerra albergan poco lugar a la esperanza.