Ruta Quetzal

El oboe de Gabriel

La Ruta Quetzal vive una fiesta musical en Ibagué y guarda un silencio de duelo en Armero

SAN SEBASTIÁN DE MARIQUITA (COLOMBIA) Actualizado: Guardar
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Desde que oímos tocar la flauta a Tonet, el titiritero, hace unos días en un cafetal del triángulo cafetero colombiano, algunos soñábamos con que interpretase una pieza en concreto. Lo imaginábamos como a Jeremy Irons en ‘La misión’, en el momento cumbre de encontrarse con los indígenas en medio de la selva amazónica y establecer a través de la música un vínculo que permitiera su aceptación. Tonet decidió que ese momento fuera el amanecer del lunes, la hora de levantar el campamento de Rancho California, convertido por cuatro jornadas en hogar de la Ruta Quetzal BBVA. ‘El oboe de Gabriel’ sonó todavía en la oscura madrugada del valle como el canto mágico de la bruma y los expedicionarios fueron despertando dulcemente a una jornada en la que iban a viajar a través de la música.

El viaje, literalmente, comenzó en autobús, dejando atrás el departamento del Quindío por Calarcá para continuar por el del Tolima. Desde el alto de La Línea, que se eleva casi hasta los 3.300 metros de altitud, el convoy hizo el impresionante descenso de unos cuarenta kilómetros asomándose al cañón del Combeima. El río era llamado Putucumai por los nativos, ‘río de oro’. La carretera, con un tráfico del demonio, está jalonada por incontables chabolas, en las que se vende de todo o se recauchutan neumáticos; porque aquí, según cuenta nuestro chófer, “hay carros que siguen montando cubiertas de segunda mano”. Mujeres, ancianos y niños se echan a la calzada entre camiones gigantescos y locas motocicletas con tal de obtener honradamente algo de plata. Algunos hombres, mientras tanto, trabajan en la construcción de un túnel desmesurado y varios viaductos que modernizarán esta vía de comunicación entre Bogotá, Cali y el puerto de Buenaventura, en el Pacífico, y que colateralmente robarán el sustento a esos habitantes de las cunetas. De todos modos, parece una obra ingente capaz de devorar a los indefensos operarios en bastante menos tiempo de que la acaben.

Bajando, bajando y bajando sin fin, uno comprende por qué los ciclistas colombianos son tan buenos escaladores. Pero, sobre todo, uno se convence, al discurrir entre esas gentes que no poseen sino lo justo, de que a nosotros nos sobra demasiado y acaso nos falte lo esencial. Bajando, bajando y bajando, por fin, llegamos al municipio de Cajamarca, “la despensa de Colombia”, nos ilustra el guía que se suma en este punto a la caravana con un cargamento de sombreros típicos como obsequio y sonrisas como tarjeta de presentación. “Bienvenidos a Ibagué, la capital musical de Colombia”, anuncia Alejo con un entusiasmo que no tardaremos en comprobar completamente justificado.

En la primera impresión Ibagué parece una locura de ciudad, a la que se accede por barrios-miseria y un enredo de calles atestadas. El desfile de autobuses de la Ruta Quetzal, protegido como en toda su estancia en el país, por un desmesurado despliegue de seguridad que inevitablemente despierta la sensación contraria, es foco de todas las miradas. Son medio millón de habitantes, y según el guía, orgullosos de ese título honorífico concedido de forma oficial en 1887. Conociendo el Conservatorio de Ibagué y el Conservatorio del Tolima, la Universidad, liceos, bandas populares y su variada temporada de festivales musicales, la segunda impresión convence a los visitantes de su verdadera pasión por la cultura musical.

Celebran, como en tantos lugares de España, fiestas de San Juan y San Pedro y el recibimiento a la Ruta, más cálido si cabe que todos los anteriores, parece un acto destacado del programa local. En el Conservatorio, la Joven Orquesta Sinfónica de Ibagué, formada por unos veinticinco chicos de la misma edad que los expedicionarios, y dirigida por Tatiana Cecilia Arias, recibe a los asistentes con los himnos colombiano y español. El gobernador y el alcalde formulan sus discursos de bienvenida, hablan de “la tierra donde nos comunicamos cantando”, “la ciudad musical”, “una ciudad que estamos recuperando para la paz”… Pero son las palabras de un antiguo rutero colombiano natural de Ibagué, Alejandro Muñoz, las más emotivas: “Hoy es el día que todos los ruteros colombianos estábamos esperando”, comenzó diciendo, haciendo una broma que solo el que ha sido despertado por el megáfono del jefe de campamento, Jesús Luna, puede entender. Alejandro recordó una antigua conversación con Miguel de la Quadra-Salcedo en la que él mismo le trasladó en el 2006 el deseo de muchos compatriotas de ver algún día la Ruta Quetzal en su país. “Los jóvenes del mundo –dijo que le contestó el alma mater de este programa cultural- merecen conocer la belleza de Colombia”. Pues ese día, efectivamente, ha llegado.

Al agradecer el recibimiento, el subdirector Andrés Ciudad señaló que esta edición no solo ha pasado por Ibagué por ser parte de la Real Expedición del Nuevo Reyno de Granada, sino por ser realmente capital de la música, “un lenguaje universal que siempre ha estado muy presente en la Ruta Quetzal”.

Tres chicos, entre ellos la haitiana Valerie Gladys Gilmus, hicieron entrega de unas placas conmemorativas para la ciudad y el departamento, cuyos representantes pidieron que les sirvan de emisarios de una invitación al Rey Juan Carlos para visitarles. Su Majestad tiene previsto recibir a los viajeros el 11 de julio, a su regreso a España. Dos días antes, según anunció Ciudad, les recibirá todavía en Bogotá el presidente Santos.

Todo lo que siguió al acto oficial también fue música. En el patio del Conservatorio Óscar Andrés Torras, también de quince años y ocho de estudios musicales, interpretó un dúo al piano con su compañera María Camila Uribe al violín. Él quiere continuar su carrera en la Universidad para después poder viajar a Europa. “Me encantaría poder conocer Viena y llegar a ser concertista”, señala junto al teclado. Siente predilección por los grandes maestros clásicos, como Bach o Chopin, pero también disfruta interpretando la música tradicional colombiana: la tolimense, el barbuco, la buabina, la rajaleña y, sobre todo, el sanjuanero. “Son más fiesteros”, resume.

La música y la fiesta continuaron también por las calles: un grupo animaba el almuerzo en la plaza del edificio de la Gobernación y los muchachos, contagiados de tanto ritmo, se sumaron con sus propios cánticos y bailes. El brasileño Samuth Duarte Alves toca la batería con su grupo cada fin de semana, pero estos días lo echa de menos. Ayer pudo desquitarse. Cuando vio la tambora que había comprado el titiritero Salvador Lucio se arrancó con ritmos de sus país acompañado a la flauta por el otro titiritero, Tonet. También había chicos rapeando, otros cantaban temas populares y el que más y el que menos, bailaban para completar la celebración.

Duelo en Armero

Fue una visita fugaz con despedida alegre. Una ciudad que precisa unas pocas horas para cautivar al viajero. Pero la Ruta Quetzal debía continuar su periplo, en esta ocasión hacia San Sebastián de Mariquita, y en el trayecto había que dejar a un lado la fiesta y prepararse para un homenaje póstumo y una reflexión sobre la existencia. Tan pronto estamos vivos y felices, y tan pronto viene una avalancha de destrucción y muerte y todo cambia.

A su paso por el lugar donde una vez estuvo la población de Armero, los expedicionarios se detuvieron para recordar o conocer (los muchachos ni siquiera habían nacido cuando sucedió) la tragedia del Nevado del Ruiz. La erupción del volcán el 13 de noviembre de 1985 tras 69 años de inactividad tomó por sorpresa a los poblados cercanos, a pesar de que el Gobierno había recibido advertencias por parte de múltiples organismos vulcanológicos desde la aparición de los primeros indicios de actividad volcánica en septiembre de 1985. La violenta erupción provocó un deshielo masivo y súbitas avalanchas de lodo. La más violenta se llevó por delante la población de Armero, a 85 kilómetros de distancia en cinco horas, según cuenta el alcalde del pueblo nuevo, Mauricio Cuéllar. Él mismo quedó atrapado durante día y medio en el lodo, hasta que pudo ser rescatado. Unas 25.000 personas perdieron la vida y el mundo entero se conmovió a través de televisión con el dramático final de la niña Omaira Sánchez.

Una delegación de supervivientes y jóvenes del nuevo Armero, reconstruido a unos kilómetros, acogió a la Ruta en lo que fue bautizado como el Parque de la Vida para no olvidar nunca a los que se llevó la fatalidad y acaso también la mala gestión y para evitar que algo así vuelva a suceder. Armero quiere ahora recuperar la prosperidad que un día tuvo y ser recordado por la vida y no por la muerte. Un himno de duelo y un minuto de silencio fueron el tributo de la expedición antes de seguir su camino.