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El listón de la opinión pública

Las exigencias de los ciudadanos hacia los que manejan dinero de todos ha subido de nivel

MARGARITA SÁENZ-DIEZ
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Carlos Dívar ha tirado la toalla. Ha dimitido. Aunque se defendió como gato panza arriba, ha acabado por marcharse con una cierta dignidad, que le honra. Es lógico que le haya costado renunciar a los dos altos cargos que compartía: la presidencia del Consejo General del Poder Judicial y la del Tribunal Supremo. Pero su renuncia -tardía en todo caso- demuestra de manera fehaciente que el listón ético que exige la opinión pública acaba siendo, de cuando en cuando, inapelable.

Tras una investigación nada exhaustiva, por cierto, el fiscal general del Estado subrayó que los largos fines de semana de ocio y meditación de este magistrado, tan poco exigente con el poder, y que fueron pagados con dinero de los contribuyentes, no suponían ningún delito. Bien. Habrá que aceptar el criterio de la fiscalía, aunque a regañadientes. Pero en cualquier caso, el comportamiento de Dívar ha sido todo menos ejemplar.

No es lo mismo que esos placenteros viajes los hubiera hecho un ciudadano anónimo a que los hiciera nada más y nada menos que el número uno de la Justicia de este país. Acaso no infringió el Código Penal, pero lo que aparece meridianamente claro es que Carlos Dívar no dio la talla que es exigible a una autoridad esencial para el buen funcionamiento del Estado de Derecho y para la seguridad jurídica de los ciudadanos.

La que ha ganado la batalla del 'caso Dívar' ha sido la opinión pública y, por consiguiente, también la libertad de información y de opinión, que son uno de los ejes de la democracia. Aquí y ahora no ha vencido solo un sector de las élites judiciales, sino el pueblo soberano. Como no podía ser de otra forma, las exigencias de los ciudadanos hacia los que tienen acceso a las arcas públicas han subido de nivel. Una circunstancia no menor ya que contribuye a que se incremente el grado de pulcritud o de higiene de los que dirigen o manejan instituciones del Estado.

Si este episodio sirve para fortalecer la transparencia y por tanto enterrar la opacidad, bienvenido sea. Alerta, pues, los que están encausados por haber metido la mano en el cajón de todos. Las triquiñuelas en los juzgados podrán conseguir acaso acuerdos benevolentes en el marco de la ley. Pero a ojos de los ciudadanos no les servirá de gran cosa.

Si al frente del Tribunal Supremo y del CGPJ estuviese un magistrado con ganas de trabajar a fondo en la reforma de la Justicia, conseguiría transmitir un mensaje valioso y urgente. La Justicia no disfruta de la confianza de los ciudadanos de a pie y se cuentan con los dedos de las manos los que están convencidos de que es igual para todos. Al menos, que el 'caso Dívar' consiga a abrir un proceso de mejoras palpables en el mundo judicial. Un reto difícil, pero no imposible.