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Vecinos de la localidad de Kaduna observan los restos de una iglesia que fue destruida por una bomba el pasado domingo. :: AFP
MUNDO

Los domingos de la ira en Nigeria

Los ataques contra las iglesias en el centro del país pretenden agudizar la polarización social

GERARDO ELORRIAGA
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La congregación, estrictamente segregada por sexos, puede escuchar al pastor sus diatribas contra el pecado y exaltar a Dios, cantar y agitarse rítmicamente en prolongado éxtasis durante más de dos horas. Mientras tanto, en los alrededores del templo, guardias armados y voluntarios, provistos de walkie-talkies y detectores de metales, registran los vehículos que acceden a las inmediaciones. Pero, a pesar de las medidas de seguridad, en cualquier momento un conductor suicida puede arruinar el domingo del Señor estrellando su camioneta, repleta de explosivos, contra la iglesia católica, anglicana o de cualquiera de las decenas de sectas de signo pentecostal que proliferan por toda la geografía nacional. En los últimos 18 meses, mil personas han muerto en Nigeria víctimas de atentados previsiblemente instigados por los radicales de Boko Haram. Muchos de los fallecidos eran cristianos que celebraban sus oficios religiosos.

La estrategia de los extremistas se ha revelado crecientemente insidiosa. La ola de explosiones que sacudió el Estado de Kaduna el pasado domingo no parece destinada a intimidar a los fieles e impulsar la limpieza religiosa, sino que pretende fomentar el odio interreligioso y provocar el enfrentamiento. Mientras que en Kano y otras ciudades norteñas la mayoría musulmana se impone abrumadoramente, en el denominado Middle Belt, la vasta región central, la heterogeneidad de grupos étnicos, culturales y religiosos impide predominios claros y facilita la pugna constante por el poder.

El mosaico y la forzada convivencia favorecen el conflicto, el ataque y la réplica, tal y como ha ocurrido a lo largo de la pasada semana. A pesar de la rápida imposición de toques de queda, brigadas de jóvenes cristianos respondieron a las provocaciones estableciendo barricadas, destruyendo propiedades de sus rivales y linchando a los conductores sospechosos de pertenecer al credo islámico. La espiral de violencia se propagó y tuvo especial incidencia en la localidad de Damaturu, donde más de treinta sospechosos de pertenecer a la banda terrorista fueron abatidos.

La situación en la región recuerda peligrosamente a la que padeció Bosnia tras la fragmentación yugoslava. Los numerosos colectivos que la habitan no se identifican por su pertenencia al territorio, sino mediante la afinidad con grupos de la misma identidad en el norte, hausas y fulanis, principalmente, y en el sur, igbos, ijaw o yorubas. Además, la división física, aliada de la mental, está disgregando el tejido urbano y propiciando el aislamiento forzado de los barrios. En este escenario, el rencor se atesora y prende fácilmente a la menor provocación.

El trasfondo económico del odio es innegable. A la habitual pugna por la hierba entre las comunidades pastoriles se suma el novedoso impacto de los movimientos migratorios forzados por la superpoblación y desertización que sufre el norte. Ese proceso, capaz de alterar frágiles equilibrios, ha sido especialmente importante en el Estado de Plateau, provisto de grandes recursos mineros. En la última década, Jos, su población principal, ha experimentado un gran crecimiento económico, pero también ha padecido cuatro episodios de sangrienta lucha sectaria. La implicación en los hechos de la elite política y su utilización de los 'gangs' locales también se antoja evidente.

Creciente polarización

A pesar de su complejidad, el Middle Belt es esencial para el futuro de Nigeria. En 1991, Lagos, la caótica metrópoli costera, perdió su condición de capital federal en beneficio de Abuya, una ciudad de nueva planta erigida en el corazón de la zona. La Brasilia africana pretendía superar la creciente polarización del país y dotar a los organismos públicos de un marco neutral, convertirse en un espacio abierto a todos y aminorar la condición de motor económico de la zona meridional.

La demanda de cohesión ha sido una de las teóricas prioridades de los políticos que recuperaron la democracia hace 13 años, pero también el mayor de sus numerosos fracasos. Su anuencia para la implantación de la sharia en el norte quebró la unidad judicial del país y la política de tierra quemada que aún lleva a cabo en Maiduguri, el bastión de Boko Haram en el noreste, provoca la constante violación de los derechos humanos de su atormentada población. La muerte en comisaría de Mohamed Yusuf, su fundador, se saldó con la muerte de 800 seguidores y propició el comienzo de la actual escalada de violencia.

La paridad entre musulmanes y cristianos, situación prácticamente única en el mundo, también experimenta inquietantes alteraciones. Mientras que entre los primeros se ha producido la introducción del yihadismo salafista, enfrentado al tradicional rito maliki, la explosión de corrientes evangélicas, de carácter no menos rigorista, ha propiciado un notable incremento del porcentaje de cristianos e, incluso, la conversión de Nigeria en la base para la exportación de nuevos cultos. Tal es el caso de la Iglesia Cristiana Redimida de Dios, instalada ya en España y difundida por todo el planeta.

La trascendencia política de la fe se suma a otros factores estructurales que condicionan la joven democracia nigeriana. Su incapacidad para elevar el nivel de vida de ese 63% de sus habitantes que se hallan bajo el umbral de la pobreza, la corrupción galopante y la terrible inseguridad ciudadana favorecen aún más el clima de enfrentamiento. La situación puede enquistarse en uno de los países del mundo con mayor práctica religiosa y convertir cada domingo en el día más favorable para la manifestación del odio, la ira y la venganza.