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Carl Bernstein y Bob Woodward, los dos reporteros que se convirtieron en leyendas gracias al Watergate. / Archivo
EE UU | HISTORIA

El legado del Watergate

Washington conmemora los 40 años del escándalo que acabó con la presidencia de Nixon

ÓSCAR BELLOT
MADRIDActualizado:

El 17 de junio de 1972, cinco individuos penetraron en la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata en el complejo Watergate, situado a la orilla del río Potomac. Pertrechados con guantes y cámaras fotográficas, trataban de instalar un dispositivo de escuchas. La policía, alertada por un guardia de seguridad del edificio, procedió a la detención de los asaltantes: Virgilio González, James W. McCord Jr., Eugenio Martínez, Bernard Baker y Frank Sturgis, todos ellos conectados con la CIA. Era el inicio del mayor escándalo político de la historia estadounidense, el único que ha provocado la caída de un presidente en ejercicio y cuya sombra, cuarenta años después, sigue cerniéndose sobre una ciudad, Washington, en la que el cóctel de poder, dinero y secretos sigue siendo potencialmente tan explosivo como entonces.

"El Watergate del que escribimos en 'The Washington Post' entre 1972 y 1974 no es el mismo que conocemos hoy. Solo era un atisbo de algo mucho peor. Cuando le forzaron a dimitir, Nixon había convertido su Casa Blanca, en gran medida, en una empresa criminal", apuntaban Bob Woodward y Carl Bernstein en el editorial que dicho diario publicó el pasado sábado. "Durante su presidencia de cinco años y medio, Nixon emprendió y dirigió cinco guerras sucesivas y yuxtapuestas: contra el movimiento de oposición a la guerra de Vietnam, los medios de comunicación, los demócratas, el sistema de justicia y finalmente, contra la historia misma", agregaban.

Los dos reporteros que se convirtieron en leyendas del periodismo de investigación gracias a la tenacidad con que buscaron la verdad haciendo caso omiso de las enormes presiones de que fueron objeto para que abandonasen sus pesquisas se reunieron hace unos días con algunas de las figuras clave de Watergate en el propio complejo que dio nombre al escándalo. Una fiesta que sirvió para que héroes y parias pusiesen en común las lecciones más sobresalientes que deparó el asunto: los peligros inherentes al poder presidencial cuando cae en malas manos pero también la eficacia, al menos en aquella ocasión, del sistema de contrapesos articulado, en el que la prensa desempeña un papel fundamental.

La punta del iceberg
El allanamiento de las oficinas demócratas fue, efectivamente, la punta del iceberg. Lo que descubrirían con el paso del tiempo los estadounidenses fue que el país había estado regido durante casi seis años por un maquiavélico personaje que no dudó en saltarse cuantas leyes fueron necesarias con tal de mantenerse en la cúspide del poder, un megalómano que trató de subvertir el orden constitucional rodeándose de una camarilla despojada de cualquier brújula ética o moral y cuyas acciones cubrieron con un tenebroso velo el faro de libertad que siempre pretendió ser el país de las barras y las estrellas.

Todo eso apenas estaba empezando a sospecharse a mediados de septiembre de 1972 cuando los cinco asaltantes más dos de sus jefes, Howard Hunt –consejero de seguridad de la Casa Blanca y exagente de la CIA- y G. Gordon Liddy –miembro del Comité para la Reelección de Nixon-, fueron acusados de robo, conspiración y violación de las leyes federales sobre intervención de las comunicaciones. Meses después eran condenados por una corte presidida por el juez John J. Sirica.

Pero el caso estaba muy lejos de cerrarse. La prensa, y en especial 'The Washington Post', bullía con informaciones relativas a la implicación de altos cargos de la Administración Nixon en el escándalo. Cada día el nombre de un integrante de la 'guardia pretoriana' del presidente saltaba a los titulares: Jeb Magruder, Charles Colson, John Dean, John Ehrlichman, H. R. Haldeman… El público empezaba a ser consciente de que el olor a podrido procedía del Ala Oeste de la Casa Blanca.

Se creó así una comisión de investigación en el Senado presidida por el demócrata Sam Ervin que citó a declarar a gran parte de los más directos colaboradores de Nixon. Las audiencias, retransmitidas por televisión, permitieron conocer la existencia de una serie de cintas en las que habían quedado registradas las conversaciones del presidente con sus colaboradores acerca del caso. El comité reclamó su entrega inmediata, a lo que Nixon se opuso invocando los privilegios de su cargo, desencadenándose una encarnizada batalla que desembocaría en la 'masacre del sábado por la noche': Elliot Richardson, fiscal general, y William Ruckelshaus, su 'número dos', dimitían después de que el presidente ordenase la destitución del fiscal especial encargado del asunto, Archibald Cox.

Fue el colmo. Finalmente, a Nixon no le quedó más remedio que entregar las cintas a regañadientes. Al escuchar una de ellas, la comisión descubrió que habían quedado borrados dieciocho minutos y medio de conversación. La secretaria del presidente, Rose Marie Woods, lo atribuyó a un accidente ocurrido al pisar por error un pedal que accionaba el dispositivo de borrado pero no logró convencer a casi nadie. Lo que se hablase en esos dieciocho minutos y medio es hoy uno de los pocos misterios que quedan por resolver del 'caso Watergate'.

En cualquier caso, había quedado claro que Nixon estaba al tanto de la operación de espionaje desarrollada contra el Partido Demócrata. A finales de julio de 1974, la Cámara de Representantes iniciaba un proceso de 'impeachment' contra el presidente, al que acusaba de obstrucción a la justicia, abuso de poder y desacato al Congreso. El 8 de agosto, sabedor de que su posición era insostenible, Nixon presentaba su dimisión. Un mes después, su sucesor, Gerald Ford, le otorgaba el indulto.

Nixon se libraba así de cualquier acción legal que pudiese emprenderse contra él pero no del oprobio público. Obtuvo el perdón político pero no el de la historia, que registrará para siempre la tremenda amenaza que constituyeron sus acciones para el sistema democrático.