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Sociedad

LA IGNORANCIA NATURAL

DIDYMEJUAN MANUEL BALAGUER
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Las hiperbólicas madres mexicanas tratan a sus retoños de usted cuando van a amonestarlos. Suelen hacerlo, en los casos de pataleta tumultuosa, con el introito ceremonial, '¡no se me ponga usted necio, mijito!'. Utilizan correctamente la acepción de terco y porfiado, con tildes de caprichoso, negándose a aceptar la primera acepción de ignorante, o que no sabe lo que debe saber, por su encelada falta de objetividad matriarcal. Pero en el fondo, saben que se comportan así por ser ignorantes naturales. La ignorancia natural es un atributo consustancial a la condición humana, indispensable para su desarrollo ontológico, con visos de desafío arquitectónico esencial.

El considerarse ignorante, es un ejercicio de gran calidad disciplinar, basado en la rutina atlética de intentar dejar de serlo cuanto antes, si bien el manantial epistemológico siempre mana, avocándonos a aceptar que jamás llegaremos a dejar de ser ignorantes. Debemos pues asumir, que la naturaleza nos creó ignorantes, infundiéndonos la responsabilidad de intentar dejar de serlo. Ninguno de nosotros lo consigue plenamente, lo que convierte al ejercicio de la vida en un emocionante recorrido lleno de enigmas y fascinantes descubrimientos. En un sistemático aprendizaje salvífico, en una búsqueda insaciable, al menos para aquellos que convivan con las ansias de conocer de forma denodada y voluntariosa.

Corresponde a la ignorancia, a su capacidad de redención, la búsqueda del conocimiento convertido en anhelo. Con este espíritu de búsqueda de la verdad, aún a sabiendas de que la verdad es defectible, al ser fruto de una duda dinámica, no consigo entender cómo a estas alturas del decurso de la historia contemporánea, no hayamos caído en la cuenta de que la Unión Europea configurada exclusivamente como Unión Monetaria, no tiene porvenir. Intentar encomendarle a una moneda la responsabilidad de ejercer de guía para retomar la senda del modelo metafísico, destrozado entre 1936 y 1943, los años de la sangre ennegrecida, es una perniciosa veleidad.

El lustroso porvenir de Europa ha de cimentarse en el Humanismo en sentido lato. Hemos de comprometernos con el reto recurrente de convertir los páramos en huertos, los cadalsos en emparrados báquicos, el guijarro en beso. Sin la mística, la poética, la ética, la estética y la fe, confesional o no, Europa se convertirá en una manipulación contable, en una cuenta de sumas y saldos trucada.

Cádiz, en esta brega reconstructora, ha de ejercer de auriga dejándose de pamplinas provincianas acomplejadas. Está, como sus ciudadanos, licitada por la historia para arrostrar la luminosa responsabilidad de promulgar un bando que convoque al alzamiento de la razón para que ésta indague en qué recodo del camino hemos perdido la salud mental y la decencia. Aquí se cimentó el sentido trascendente de Europa, se bruñó su destino de alma enjundiosa y corajuda. Esta ciudad no es una ciudad cualquiera.