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El mirto alado

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Acepta bien el mirto, o arrayán, la disciplina de la poda. Con abnegada docilidad, se acomoda a la configuración de arriate, pese a que su textura montaraz goce de un porte altivo. No pierde durante ninguna de las fases de su domesticación el don de la fragancia, ni el compromiso antiséptico de producir mirtól. Genera en torno a sí una atmósfera de casta lubricidad, propia de una botánica juvenil, ejerciendo de vertebrador de los espacios aptos para las floraciones impúdicas, locuaces, a las que salvaguarda con la adusta gallardía de una cohorte pretoriana. Así, abrazando esta alegoría, me atrevo a aseverar que el mirto es para el jardín, lo que la adolescencia, la juventud, son para la sociedad contemporánea.

En la Alhambra, en el Botánico de Madrid, en los jardines ascéticos de Moneo en El Prado, en la Toscana, cumple el mirto con magnanimidad el rol de artesano de laberintos minoicos sugestivos. De arquitectura opaca, como la de los jóvenes intimistas, parcos en palabras, recónditos, se niegan a entonar la melopea del gregarismo disoluto. La de los jóvenes que prefieren ofrendarse como huertos infinitos e insondables, más que como jardines suntuarios sin sustancia. La de los capaces de arrostrar los compromisos con el cambio de era que empieza a alborear disfrazada de cambio de ciclo.

Nos encontramos en el zaguán de la nueva era del alma. La era de la espiritualidad, del humanismo revolucionario incruento. La de la pasión enamorada, apta para crear bienes de disipación filantrópica universal gracias a la neología de las ciencias etéreas, las que transgreden todas las fronteras gracias a la cibernética. Pero para que esta juventud odorífica pueda cumplir con la encomienda de reconquistar la tierra arrasada por la liviandad y el relativismo, ha de asumir la responsabilidad ineludible de formarse a conciencia, con la reciedumbre de carácter propia del denodado esfuerzo.

La práctica didáctica consiguiente, nos incorpora a la era de la municipalización académica e industrializada, educada y educadora, en la que el municipio se erige como el fiel de la balanza entre el espectro público y el privado. Derek Folk, exrector de Harvard, decía: «si cree que la educación es cara, pruebe con la ignorancia». Cádiz, ciudad sin parangón, cuna de Occidente, la que desde el año 19 a.C. se gestiona bajo el formato de municipio, no puede dejar pasar ante sus ojos conformistas y autocomplacientes este sustantivo cambio de era, sin asumir la responsabilidad de ejercer de caja de resonancia del talento juvenil planetario. Ha de evitar que se marchite el mirto, que se enajene el joven, invirtiendo e induciendo a invertir en su única industria con futuro: la de la cultura integral e integérrima; aquella que permita que florezca lozana la nueva especie de los mirtos alados en nuestro gran Olimpo Metropolitano. Un prodigio alcanzable.