La fábula del indignado
Actualizado: GuardarJuan era un tipo vulgar pero aseado que solo se desmadraba de higos a brevas cuando el cuñado lo tentaba con una canastita de más en el Domingo de Coros y otros eventos similares. Nadie hubiera dicho de él que fuera un hombre gracioso, ni serio, ni joven, ni viejo, ni guapo, ni feo. Juan era un número, más indio que jefe, siempre entrando y saliendo, medrando, trepando, un mueble de la oficina vestido con esos trajes que su mujer le retiraba del armario por los brillos que se le aparecían sobre los bolsillos de tanto ponérselos: «Anda Juanito, que vas a parecer un pobre», le decía. A él no le importaba aquello, pues a Juan no le preocupaba nada, si no era trepar en la empresa, hacer algún chanchullo y no quedar muy mal. No era su cabeza un salón de Versalles pero le dio para ver pasar junto a María una lánguida existencia como una sucesión metódica de telediarios que se tragaban sentados ambos en la butaca de un pisito de barrio.
Un martes que le habían dado libre en el trabajo, al llegar se la vio en camisola besándose en el descansillo con El Chino, el panadero, uno pequeño y cabezón muy del Barça que vivía en la manzana. Le zumbó en las orejas un ejército de moscas, tiró el maletín y se fue a por él: «¿Qué haces, mierda?», le gritó meneándolo de las carótidas como si la cabeza del Chino fuera un botijo. «Pues hago lo que todos los del barrio: cepillarme a tu señora, es decir, lo mismito que los otros 245 hombres del distrito desde que te casaste. Y no te pongas así de violento que por ahí hemos pasado todos y vas a dar mala imagen, Juan, que yo te entiendo, pero es que el disfrute de tu señora está en las ordenanzas municipales. Es lo habitual, chico». Juan lo soltó, fue al Ayuntamiento y miró y, efectivamente, allí estaba escrito.
Ahora va por ahí como alma en pena, sin nadie que le aguante el pleito. En el barrio lo miran de reojo, lo compadecen y a la vez se ríen mientras se siguen cargando a la María. Le llaman ‘el indignado’.