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Anglofobia incurable

Con los 'british' no podemos, ni con guante de seda ni con mano de hierro

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La cancelación del viaje de doña Sofía a Londres -a instancias del ministerio de Asuntos Exteriores- para celebrar los 60 años de la coronación de Isabel II parece más un gesto de impotencia que de autoridad. Probablemente no le quedaba otro remedio al Gobierno para salvar la honrilla y no perder la cara a la pérfida Albión. Pero con la perspectiva que nos dan los últimos siglos la dura realidad es que con los 'british' no podemos. Nos pongamos como nos pongamos. Con guante de seda o con mano de hierro. Con diplomacia vaticana o con formas carpetovetónicas. Nada ofrece resultados. Ellos siempre salen ganando, hacen lo que quieren, escriben lo que les parece, ponen un submarino nuclear averiado en nuestras narices, mandan a la pareja de herederos más mediática a pasear por el Peñón, o montan campañas contra el turismo en la Costa Brava. Luego nos dan la espalda, nos ignoran y hasta la próxima.

Nosotros hemos ido a Londres a quemar la Visa en las rebajas de Harrods, a grabar discos, a lavar platos, a comprar moda para la boutique, a ver cuadros de Goya, Velázquez y el Greco en la National Gallery, a comer los pringosos pescados fritos con patatas por el mercado de Portobello y a sentarnos, como si fuéramos masoquistas, en Trafalgar Square, bajo la mirada de Nelson. Ellos vienen a estirar sus libras esterlinas, a pasear sus sandalias con calcetines blancos y se vuelven cuando han acabado la cerveza local, pero seguimos sin entendernos ni siquiera los pocos españoles que hablan inglés.

Hubo un momento, una gota de agua en el océano de la historia, a finales del siglo pasado, que pareció cambiar la obstinada inercia secular cuando se encontraron José María Aznar y su amigo Tony Blair. Fue un espejismo pero es lo más cerca que hemos estados de pasar página a los desencuentros, la anglofobia y las leyendas negras para empezar una incipiente historia de reconocimiento y colaboración con nuestros engreídos y suficientes 'british'. Fue un paréntesis fugaz y no solo una historia privada de empatía personal. Detrás existió una apuesta por cambiar la brújula española y orientar el timón nacional hacia el Atlántico poniendo tierra por medio con los desagradecidos Schröder y Chirac para perseguir el sueño americano pasando por Londres y poner un pie en el eje con Washington entonces controlado por la saga de los Bush. Se marchó Aznar, se fue Tony Blair y volvimos al corazón de Europa. Cómo nos está yendo es otra historia. Pero lo que parece irrecuperable es la sintonía con el otro lado del canal. David Cameron pertenece a la más rancia estirpe de los británicos nostálgicos de la etapa colonial. Y más vale que nos demos cuenta lo antes posible de que ni el eje atlántico ni corazón de Europa nos sacarán a flote. Estamos más solos que la una frente a la crisis y la historia.