Un pacto de silencio
ABOGADO Y ESCRITOR Actualizado: GuardarEs cierto que muchos de los procesos penales seguidos ante los tribunales concluyen sin necesidad de celebrar un juicio público, por haber mostrado los acusados su conformidad con los hechos, los delitos y las penas solicitadas por el fiscal. Y es cierto, también, que las sentencias dictadas por jueces y magistrados sobre la base de tales conformidades suponen para los condenados en ellas una disminución del tiempo de permanencia en prisión, respecto de la pena que les habría sido impuesta de no haber llegado a un acuerdo con el Ministerio Fiscal. No hay nada que sea legalmente reprochable a la administración de Justicia en tales casos, cuya finalidad es agilizar el propio funcionamiento de los juzgados y tribunales, a cambio de ofrecer pequeños beneficios a los acusados que contribuyen a evitar la continuación de un juicio público costoso, y ya innecesario. De modo que es legítimo que los abogados de Iñaki Urdangarin y de su exsocio Diego Torres, utilicen como estrategia de defensa una posible negociación con el Fiscal Anticorrupción -permitida por la propia Ley de Enjuiciamiento Criminal en el artículo 779.1.5- para intentar eludir el ingreso en prisión de sus defendidos, ofreciendo a cambio la aceptación de su culpabilidad y la devolución de los fondos públicos de los que presuntamente se apropiaron.
Cuestión distinta es que Anticorrupción pueda, en este caso, aceptar legalmente, no ya un acuerdo de conformidad con los hoy imputados Iñaki Urdangarin y Diego Torres, que impidiera su ingreso en prisión, sino participar siquiera en la negociación misma de ese potencial acuerdo, por muy severa y exigente que fuese la posición penal del fiscal para llegar a alcanzarlo. En un Estado de Derecho como el nuestro, resultaría cuando menos inquietante -y acaso también ilícito-, que el Ministerio Fiscal aceptara iniciar una negociación con dos imputados como autores de graves delitos contra la administración, cuyo propósito, ya evidenciado tras la aportación al juzgado instructor de los correos electrónicos que mencionan al Rey y a la infanta, es aprovechar esta circunstancia para evitar la continuación de la investigación judicial que permitiría conocer la verdad última de lo ocurrido con los fondos públicos recibidos, y la identidad de las personas que, con conocimiento o no de las intenciones delictivas de los imputados, colaboraron de un modo u otro para que los consiguieran. Dicho con otras palabras, la Fiscalía no puede negociar desde la legalidad constitucional la conformidad con el delito, y sus consecuencias punitivas, de quien amenaza con acabar con la Monarquía, exhibiendo correos electrónicos comprometedores para el propio Rey de España, y alardea de poder mostrar otros muchos, más delicados aún, si no se aceptan sus condiciones. Porque es la propia Constitución la que, en el artículo 124, impone al Ministerio Fiscal la misión de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley.
Y lo legal, en el caso Urdangarin, no es propiciar un acuerdo de conformidad con los imputados para eludir su ingreso en prisión, por muy habitual que sea esta práctica judicial en supuestos que nada tienen que ver con el que nos ocupa. Lo legal, lo que la legalidad exige a la Fiscalía Anticorrupción para la satisfacción del interés social tutelado por la ley, que también obliga a los fiscales, es continuar por sus trámites el proceso hasta la celebración del juicio oral correspondiente, y dejar que sean los tribunales competentes -Audiencia Provincial y Tribunal Supremo, si hubiere lugar a recurso de casación-, quienes resuelvan en sentencia sobre la culpabilidad y la pena que deba imponerse definitivamente a los hoy imputados, devuelvan o no los fondos de los que presuntamente se apropiaron y evadieron -allá ellos con sus estrategias de defensa-, y cualesquiera que sean las consecuencias para la Monarquía, la Infanta o el Rey. Lo demás, a estas alturas del siglo XXI, sería participar en una representación esperpéntica de la justicia, donde las responsabilidades penales de uno o varios delitos graves las determina e impone el autor de los mismos, so pretexto de ahorrarle al Estado y a los ciudadanos el desagradable espectáculo de un juicio público en el que, como ya se advierte sin pudor, podrían rodar cabezas reales.
Sin duda, la situación actual del procedimiento aún no permite establecer conclusiones sobre la posición que el Fiscal encargado de la investigación adoptará finalmente respecto de las polémicas propuestas de acuerdo de las defensas, y la formulación de la acusación definitiva, con expresión detallada de los hechos, los delitos y las penas, que deberían ser reconocidos y aceptadas por Urdangarin y su exsocio para evitar el juicio oral y público. Pero tampoco puede olvidarse que el juez instructor, haciendo uso de las facultades que le atribuye la ley, tendría mucho que decir sobre el posible acuerdo de conformidad, aceptándolo o rechazándolo, antes de que sea una decisión final.
Y es que parece claro que lo que está en juego en este proceso no son solo los principios de igualdad ante la ley, de presunción de inocencia, o de tutela judicial efectiva. Estos temas, y otros muchos de igual trascendencia constitucional, son debatidos cada día en todos los juzgados y tribunales del país sin que tengan ninguna trascendencia más allá de las personas a las que afectan. Y, probablemente, la relevancia de este proceso tampoco radique en que uno de los imputados sea el duque de Palma, esposo de la infanta Cristina y yerno del Rey. Lo que importa en este juicio es saber si la sociedad española tiene derecho a conocer la verdadera o falsa implicación del jefe del Estado en los ilícitos negocios de unos presuntos rufianes, que usaron su nombre como moneda de cambio para enriquecerse, y vuelven a usarlo ahora para intentar librarse de la cárcel.
Por ello es necesario que el Poder Judicial, único garante de la justicia que emana del pueblo -según proclama la Constitución-, impida el pacto de silencio que ha sido anunciado a gritos por todos los medios de comunicación españoles y que, inevitablemente, sobrevuela la Casa Real a lomos de una sombra siniestra, que podría llegar a ser despiadada. El Rey, como en los cuentos de hadas, no debería temerle a la verdad de la historia sino a las mentiras ocultas en ella. Demostrado está, y él lo sabe, que la certeza se olvida y se disculpa, pero la sospecha se hace eterna, y rara vez se perdona.