Tribuna

Mandar poco para que se obedezca mucho

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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La Junta Provincial de Agricultura y Comercio de Cádiz, con ocasión del informe que hubo de emitir sobre el Proyecto de Código de comercio de 1875, proclama una máxima que sorprende por su actualidad: 'El principio de mandar poco para que se obedezca mucho no está de moda en nuestro país'. La observación no es novedosa, pero sigue siendo válida.

Don Quijote, en sus consejos a Sancho para la gobernación de la Ínsula Barataria, decía: «No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y cumplan, que las pragmáticas que no se guardan es lo mismo que si no lo fuesen, antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas no tuvo valor para hacer que se guardasen».

La advertencia es continua en la literatura y la filosofía. Nuestro insigne humanista Juan Luis Vives, por ejemplo, también se lamentaba de aquellos que por propio interés procuran enturbiar las leyes, porque no resulte tarea fácil penetrar en su sentido y sea menester acudir a ellos como a un oráculo. Por ello, recomendaba que las leyes fueran pocas, cosa que, según él, en su tiempo no ocurría: «Y siendo tantas las leyes, lo peor es que están amasadas con tinieblas».

Entre las abundantes referencias a los clásicos que proporciona la obra de Vives, encontramos que en tiempo de Tito Livio ya existía una queja similar, como recoge en el Libro III de sus Historias.

En la desmesura del número y del grosor de los Boletines Oficiales, pocos países igualan a España. Sin embargo, el Estado de Derecho no se mide por el volumen de sus leyes, esto lo señala con fina puntería Alejandro Nieto, sino por la sinceridad y la calidad de su aplicación; «lo que importa no es el Derecho escrito sino el Derecho practicado». Pues bien, analizando el estado actual del Ordenamiento jurídico en España, resulta obligado reconocer que no sólo tenemos la más corpulenta colección de leyes de nuestra historia, muchas de ellas inútiles, asistemáticas y contradictorias, sino que muchas de ellas no se cumplen y, lo que es aún peor, no pasa nada.

Nuestro legislador sufre además otro singular padecimiento: el de verse compelido a cambiar sus leyes poco después de haber sido promulgadas. Los juristas saben que la realidad es cambiante y que las leyes deben necesariamente adaptarse a ella. Pero que una ley recién promulgada se vea abocada a la reforma es muestra palpable de que, o era innecesaria, o no fue bien pensada y consensuada. En esto, nuestros legisladores tendrían que seguir el ejemplo del sabio Solón, que según Heródoto se ausentó diez años de su patria, tras haber dado leyes a los atenienses, con el pretexto de ver mundo, aunque en realidad sólo pretendía no verse obligado a derogar ninguna de ellas (porque los ciudadanos de Atenas no podían hacerlo, al haber jurado observarlas inalteradas durante ese tiempo).

El descomedimiento legislativo que sufre nuestro país (exacerbado encima por la competencia absurda y autista que muchas veces entablan los gobiernos y parlamentos autonómicos) es un mal que nos perjudica y debilita, pero que, además, conlleva un grave peligro de distanciamiento de los ciudadanos que cumplen la ley con respecto al Estado de Derecho. Hasta tal punto, que parece que aquí las leyes sólo las cumplen los tontos. No importa que uno construya una casa en terreno no urbanizable, con toda probabilidad el asunto quedará saldado con una multa, para más inri casi siempre menor de lo que hubiera supuesto cumplir con la legalidad. Tampoco importa que uno defraude a la hacienda pública, si posteriormente va a ser amnistiado (con el agravante de que la elevada defraudación lleve al Estado a subir los tipos impositivos de los que sí cumplen sus obligaciones fiscales). Y si un empleado público decide convertirse en un 'profesional de la baja' o del 'rendimiento decreciente', tampoco pasa nada, muy probablemente seguirá así hasta su jubilación, mientras su labor pública quedará sin hacer, sufrirá retraso, o recaerá sobre los brazos sobrecargados de esa mayoría de funcionarios responsables que están sosteniendo la función pública, a pesar de la sucesión de mandos políticos desinteresados de todo lo que no sea conservar sus sillones. Hay incluso también leyes que ya nacen con descarada vocación de incumplimiento, como por ejemplo ocurrió con la Ley de Dependencia, que todos sabíamos destinada a no verse acompañada de las necesarias partidas presupuestarias. Y así podríamos seguir y seguir, aunque a estas alturas no resulta necesario, porque la mayoría de los habitantes de este curioso país solo tiene que detenerse a pensar un poco y seguro que conoce casos a su alrededor como para llenar un libro, o varios.

Queremos que nuestro sistema político se equipare a los de democracias más avanzadas, pero esto no es posible sin que el legislador ataje su incontinencia creativa y se dedique exclusivamente a promulgar leyes justas y bien pensadas, pero sólo cuando una necesidad social nueva las reclame y, sobre todo, sólo si está dispuesto a hacerlas cumplir. De otra forma, no puede esperarse que los ciudadanos las asuman, las interiorice y tomen conciencia del valor de su cumplimiento. Por todos, no solo por los más 'tontos'. Si no, alimentamos peligrosamente una irritante dicotomía entre el Estado real, donde viven los ciudadanos, y el Estado de Derecho, como «una entelequia irreal habitada por académicos, políticos, funcionarios y gente de curia».