Una propuesta de paseo
Actualizado:Con la apertura del Oratorio y la visita a las diversas exposiciones que, sobre la Constitución del Doce, están teniendo lugar en la ciudad, tenemos motivos más que suficientes para aprovechar y redescubrir nuestro Cádiz y sus rincones. Un paseo por nuestra casi isla que nos traslade a la época en la que Cádiz fue el centro de todas las miradas del país.
Podemos hacerlo de la mano de Ramón Solís, con esa joya que es 'El Cádiz de las Cortes', o sumarnos a la intriga y suspense, siguiendo los pasos, por las calles y esquinas gaditanas, de los personajes de Arturo Pérez-Reverte. Con este último, no para descubrir asesinos sino para revisitar, con una mirada diferente, tantos y tantos lugares que, a fuerza de lo cotidiano, nos pasan a menudo desapercibidos. Un paseo por esas calles, con nombres tan sugerentes como Doblones, Baluarte o del Viento; una mirada curiosa a las casapuertas, tratando de identificar la casa de Lolita Palma, y descubriendo, de paso, esos magníficos patios con sabor medio americano, medio italiano, tan genuinos de nuestra ciudad. Lástima que muchos portones estén cerrados a cal y canto; nuestros patios harían las delicias de muchos de los cruceristas que, cada vez, nos visitan con mayor frecuencia.
Podríamos empezar el paseo en la plaza de San Juan de Dios, evocando el sabor marinero que nos describe Alfonso Aramburu en 'La ciudad de Hércules', e imaginar el ambiente de las viejas tabernas del Boquete y del Callejón de los Negros, a las que, según refiere Don Alfonso, era asiduo visitante Pedro Blanco, el Negrero. Después, subir hasta el Arco de los Blancos, resto del Castillo medieval, y hacia la Casa de Iberoamérica. Cierto que la Cárcel Vieja no fue testigo del asedio ni de la elaboración de la Constitución, pero ¿cómo podríamos resistirnos a la tentación de visitar sus estancias y la exposición de esa maravilla que es el tesoro mochica?
Volviendo sobre nuestros pasos, podemos seguir por la calle Nueva, esa de la que el conde de Maule decía que, en sus aceras, el español era la lengua menos hablada, y seguir así hasta San Francisco. Aquí podemos cerrar los ojos e imaginar el sonido de sus campanas que, junto a las de La Merced y Santo Domingo, avisaban de la inmediata caída de las bombas. Pero antes nos hemos detenido en la calle del Correo para tomar fuerzas con un cortado, imaginando que lo hacemos en el Café del mismo nombre y que asistimos a un duelo de ajedrez entre Rogelio Tizón e Hipólito Barrull, mientras echamos un vistazo a las noticias del Conciso. Un corto trayecto hacia la calle de la Carne y de ahí a la Santa Cueva. En su interior podemos detenernos a releer las últimas y trepidantes páginas de 'El Asedio', o mejor, olvidarnos de todo y dedicarnos a admirar los frescos de Goya.
Seguimos por Ancha, centro del mundo político y social de la época. Por allí pasearían Argüelles, el conde de Toreno, Mexía Lequerica, Ramón de Power y tantos otros diputados. Llegados a San Antonio, que mejor que palpar, en el café Apolo, el pulso del estado de la nación y criticar las intervenciones del día en el cercano Oratorio de San Felipe. Hoy podemos, incluso, asistir a una de las sesiones. Basta subir hasta el gallinero y elegir, para la ocasión, las intervenciones que más nos atraigan de cualquier 'Diario de Sesiones', al tiempo que comprobamos la magnífica restauración del templo.
Después nos acercamos al vecino Museo de las Cortes. Un respiro para ubicarnos, con la ayuda de la preciosa maqueta de Cádiz, y elegir la siguiente ruta a seguir. Tras detenernos ante el cuadro de Salvador de Viniegra, 'La promulgación de la Constitución de 1812', podemos ir hacia la Plaza de la Cruz de la Verdad, ahora a salvo de las bombas lanzadas desde el Trocadero, y salir hacia el Pozo de las Nieves. O bien, dirigirnos hacia el Carmen y, junto a sus americanas espadañas, escudriñar el horizonte en busca de alguna vieja nao. O podemos seguir por la calle de la Amargura hasta la Muralla del Vendaval. Pero se nos está haciendo tarde y hay que elegir el siguiente camino. Quizás hacia la Caleta y el viejo Hospicio, allí donde Wellington fue espléndidamente agasajado; tal vez, hacia Puerto Chico y la calle de las Escuelas, en busca del alojamiento del taxidermista asesino de la novela. O, mejor, hacia la Catedral, la que soñó el Rey Sabio para su descanso eterno. La vieja Aduana, antigua sede del gobierno provisional durante el sitio, nos queda ahora un poco lejos. Hay tantas rutas. Habrá que programarse en este paseo entre el pasado y el presente.
Si estuviéramos en agosto no habría ninguna duda, a la fiesta de los Cañonazos, en Puntales. Habrá también que planificar una visita a la Real Villa Isla de León, llamada San Fernando en honor al deseado, y mal hallado, Fernando VII. El convento de la Enseñanza de María, desocupado para albergar la Regencia mientras los diputados se reunían en el Teatro Cómico y, naturalmente, la Iglesia Mayor, donde aquellos juraron cumplir con su deber durante la misa del Espíritu Santo del 24 de septiembre de 1810, escena que hoy preside el hemiciclo del Congreso de la Carrera de San Jerónimo. Mañana, si hace buen tiempo, incluso podríamos tomar el sol junto al Fuerte de Cortadura.