La barra china
Las academias para aprender 'pole dance' se multiplican en el país
Actualizado: GuardarZhang ha emigrado a Shanghái para hacer dinero. Mucho dinero. Pero no quiere trabajar en una oficina, y mucho menos en una fábrica. Ya se dejó las uñas en una del sur del país y no quiere repetir. Busca la vía más rápida. A sus 21 años ha dejado su localidad natal, la ciudad de Chongqing, para hacer realidad el sueño chino. «Un día salí de trabajar y fui con una amiga a un bar. Allí vi a una gogó bailando, me contó que ganaba muy bien y decidí que quería ser como ella», recuerda. Porque, con un graduado escolar sin brillo alguno, Zhang tiene claras cuáles son sus armas para conseguir el éxito: con una sonora carcajada, se lleva las manos a los pechos y luego se da una palmada en el culo. «Hay que sacarle rendimiento a esto».
Pero es más difícil de lo que esperaba. Zhang no quiere prostituirse, sino darle un bocado al jugoso mercado del entretenimiento de la capital económica de China. Y para eso tiene que entrenarse a fondo, «porque los requisitos son cada vez mayores». En la academia Hualing aprende a contonearse con sensualidad al ritmo de la música de moda que truena en las innumerables discotecas de Shanghái, pero eso es únicamente el calentamiento que precede a la exigente clase de baile de barra de la profesora Chao. «Nos hace sudar sangre», reconoce.
Y está en lo cierto. Un despiste son cinco flexiones de castigo; un movimiento fuera de lugar, diez. Si la flexibilidad natural no es suficiente, Chao se encarga de añadir el peso necesario para que las piernas dibujen un ángulo de 180 grados. No hay piedad, el dolor no importa. Además, las alumnas tienen que aguantar subidas a lo alto de la barra en posiciones inverosímiles.
Parece como si se estuviesen preparando para los Juegos Olímpicos, pero ninguna de las jóvenes tiene intención de viajar a Londres este verano. Pagan hasta 8.800 yuanes (1.050 euros) por un curso que les permite acudir, cuantas veces quieran, a cualquiera de las 80 academias que Hualing tiene diseminadas por la geografía china. Si se esfuerzan, podrán recuperar la inversión en unos pocos días. «Las mejores discotecas pagan unos 500 yuanes (60 euros) por noche de actuación», cuenta la instructora.
No obstante, Zhang ha descubierto que el dinero rápido tiene mucha letra pequeña. «Los clientes se emborrachan y tratan de abusar de nosotras. Los peores son los nuevos ricos jóvenes. Muchos son hijos de gente influyente, y los dueños de los establecimientos suelen forzar a las chicas a mantener relaciones sexuales con ellos. Quien se niegue arriesga su puesto de trabajo», comenta. A pesar de ello, no faltan jóvenes dispuestas a exponerse. «La mitad de las chicas busca encontrar un trabajo con esto, mientras que la otra mitad solo quiere hacer deporte y sentirse sexy», asegura Chao.
Yan Jia pertenece al segundo grupo y representa perfectamente a la nueva mujer china. Actualmente cursa un máster en Arquitectura en la prestigiosa universidad de Tongji, pero no quiere convertirse en una rata de biblioteca. «Me di cuenta de que mis estudios estaban acabando con mi vida privada y mi salud. Un día me miré en el espejo y vi a una chica tímida, encorvada y nada atractiva». Decidió que tenía que cuidar su apariencia.
Comenzó a nadar, pero se aburría. Se le ocurrió aprender baile de barra, pero sus padres se opusieron con vehemencia. «Creen que si aprendemos ‘pole dance’ nos convertimos en putas o ‘strippers’, en chicas malas», ríe. «Así que tuve que esperar a ganar algo de dinero y ahora vengo a clase sin que ellos se enteren. Solo llevo un par de meses y ya siento la diferencia: me siento más sociable, más a gusto con mi cuerpo y con más confianza en mí misma». Si su pareja se lo permitiese, buscaría un trabajo a tiempo parcial en algún bar. «Pero eso ya es demasiado para él. China todavía es muy machista. Los hombres disfrutan viendo a otras mujeres bailando en torno a una barra, pero no soportarían ver a su chica contoneándose para los demás», se lamenta Yan.
El caso de Coco
Claro que no todo son mujeres participando en espectáculos para ellos. En la clase de Chao no hay espacio para los prejuicios y tienen cabida todas las opciones personales. Coco, por ejemplo, nació hombre pero se siente más a gusto bajo la apariencia de una mujer. «A los 12 años me escapé de casa y, desde entonces, siempre he estado rodeado de mujeres. Primero trabajé en un bar ayudando a limpiar mesas y platos, ahí tuve mi primer contacto con las bailarinas y el ‘pole dance’ y luego estudié estilismo».
Ahora, con 19 años, quiere hacerse un hueco en la noche de Shanghái, y cree que lo tiene más fácil que el resto porque el suyo es un mercado completamente diferente, «para el que hay mucha demanda y poca oferta». De hecho, Coco, natural de la depauperada provincia de Guizhou, cree que su vida solo es posible en las grandes urbes chinas, como Shanghái, Pekín o Hong Kong, donde opciones diferentes a la heterosexualidad son más aceptadas. «Sé perfectamente qué es la discriminación. Por eso trabajo más duro que nadie, para demostrar que puedo tener tanto éxito como cualquier otra persona».
Wan Peng no puede decir lo mismo. Su época dorada ha pasado. Tiene 28 años, es madre de una criatura de cuatro y se siente demasiado vieja como para competir con la decena de alumnas que salta al ritmo de Madonna. Le habría gustado trabajar en la industria del entretenimiento, algo que ya considera una utopía. Pero no se bate en retirada. Puntual como ninguna, acude todos los días a la clase de Chao para convertirse en instructora de baile de barra. «La alternativa, como no tengo estudios, es ser ama de casa. Y me niego. Mi marido es marino, y no creo que pudiese soportar meses sola sin hacer nada».
Pero su objetivo le está saliendo caro. «He tenido que dejar a mi hija con los abuelos porque no tengo residencia en Shanghái y aquí no podría acudir al colegio. Sé que estoy sacrificando un tiempo precioso como madre, pero creo que mi hija será mucho más feliz si tiene una madre satisfecha de sí misma». Wan lleva ya seis meses en la megalópolis china y considera que todavía le queda un trecho para alcanzar el nivel requerido. El dinero escasea y sobrevive gracias a las pequeñas actuaciones que le ofrecen en bares o actos publicitarios. «Por 15 minutos pagan 200 yuanes (25 euros). Me basta».
Wan confía en que la inversión le resultará rentable. «El éxito se consigue siendo pionero. El baile de barra es algo nuevo en China, pero en Shanghái el mercado ya está saturado. Confío en que, con el desarrollo económico, cada vez haya más demanda en las ciudades menos importantes, y eso supondrá que podré regresar a casa –la provincia central de Anhui– y prosperar con mi negocio. Porque el país ya no tiene nada que ver con el de mis padres».
Es posible que Wan esté en lo cierto. Pero aunque la profesora Chao considera que las grandes oportunidades ahora están en las ciudades de segunda o tercera categoría, le augura un futuro complicado. «En las zonas rurales la ‘pole dance’ todavía se ve como algo asqueroso», reconoce. De hecho, muchas de sus alumnas tienen que inventarse historias para que sus padres no sospechen. «Los míos saben que hago deporte, pero jamás pensarían que aprendo baile de barra», cuenta Shuai, una joven de la provincia de Jiangxi que parece de goma. «La gente cree que es algo ligado al porno, pero no me importa. Es un deporte muy completo. Sexy, sí, pero depende de cada uno que sea guarro o no». Preguntada por la reacción que podría tener su hipotética pareja, Shuai no titubea: «Si no le gusta, no es mi problema. Que esto es China, pero estamos en el siglo XXI».