Una patria para los tuareg
La guerra independentista de los 'hombres azules' en África es el último episodio de su larga migración, en la que primero fueron saqueadores y después víctimas
Actualizado:Nadie sabe por qué desaparecieron los garamantes. Las ruinas de su reino, situado en el sur de la actual Libia, no han revelado la razón del desvanecimiento de aquel pueblo de agricultores y mercenarios de raíz bereber. Algunos investigadores sostienen que la progresiva desertización del entorno acabó con su cultura, pujante entre los siglos VI a.C. y VIII d.C., y los condenó a vagar por el desierto, convertidos en pastores nómadas sin tierra propia. Los especialistas también aseguran que son los ascendientes de los tuareg y los postulados más románticos añaden que su pretensión de crear una patria al norte de Mali supone la redención definitiva, tras más de mil años de vagabundear por el norte de África.
El conflicto de los 'hombres azules' es la historia de una larga migración hacia el sur. Empujados por los árabes, conquistadores del Magreb, en su marcha encontraron y saquearon imperios erigidos por tribus de piel más oscura. Quienes afirman que la historia es un proceso cíclico, hallan aquí sólidos argumentos. Mucho antes de que Osama Bin Laden propagara su estrategia de yihad global, los almorávides, fanáticos islamistas de la Edad Media, utilizaron a los bereberes como punta de lanza en su deseo de dominación del Sahel, esa banda de cuatro millones de kilómetros cuadrados que une el Océano Atlántico y el Mar Rojo, entre la arena y la sabana feraz.
El irredentismo tuareg se ha alimentado de la marginación secular, sin evidentes componentes racistas o de enfrentamiento religioso, ya que la gran mayoría de los habitantes de la región comparte la fe musulmana. Sí, es cierto que hubo un tiempo en el que tomaron parte en el comercio de esclavos, pero esa práctica era habitual incluso entre las comunidades afectadas y, sorprendentemente, no ha sido erradicada completamente en países como Mauritania.
La definitiva revancha de las víctimas, de los pueblos negros traficados durante siglos, llegó con la creación de las repúblicas contemporáneas, creaciones realizadas con escuadra y cartabón absolutamente ajenas a las circunstancias geográficas y sociales. Los antiguos cazadores y sus presas fueron distribuidos sin su consentimiento en la Conferencia de Berlín de 1885 y en función de los posteriores intereses de París, la potencia colonial de la zona. El desmenuzamiento del Sahel alumbró Estados artificiales con fronteras tan rectilíneas como ficticias, hoy dirigidos por las elites meridionales, de origen mandé, fulani o hausa, habitualmente ajenas a los problemas de los habitantes del desierto.
Ellos, curtidos por el sol y la adversidad, no han dejado de exponer sus agravios a lo largo de los últimos cincuenta años de independencia de Níger y Mali, sus forzados destinos políticos. El mito, acuñado por el color añil de su vestimenta tradicional, el misterio de su origen y el gusto por la aventura tópica, ha ahogado una realidad mucho más prosaica. Para el cine y la literatura no resultaba tan atractivo abordar los esfuerzos de la Administración nativa por sedentarizarlos manu militari despojándolos de ancestrales medios de vida, marginándolos del Ejército y la burocracia o ahogando sus protestas, como las que aseguraban que la explotación de las minas de uranio cercanas a sus asentamientos contaminaba el suelo y los acuíferos.
Pero el drama no pertenece en exclusiva a los tuareg. La penosa situación del Sahel, un área con los peores indicadores económicos del mundo, afecta a todos sus pobladores y es fruto de una compleja combinación de factores físicos y humanos. La explosión demográfica ha agudizado el fenómeno de la deforestación y la incidencia del cambio climático degrada aún más la reducida superficie de cultivo y la calidad de las tierras de labranza. El incremento de la cabaña ganadera y la pugna por los escasos pastizales han contribuido a exasperar los conflictos interétnicos, como los producidos en Darfur o los que han tenido lugar recientemente en el interior de la joven república de Sudán del Sur.
Cacahuetes y cocaína
Además, la expansión de la agricultura comercial ha ido en detrimento de la de subsistencia, lo que también ha provocado una mayor indefensión de los campesinos, siempre al pairo de los precios internacionales del algodón y el cacahuete, sus únicos productos de exportación. Aunque las hambrunas son una vieja lacra, su alarmante recurrencia informa del declive de modos de explotación y la creciente dependencia de la ayuda exterior.
Curiosamente, las reclamaciones de la minoría de piel atezada comenzaron a ser escuchadas cuando su inmenso hogar se convirtió en la base propicia para la aparición de otros agentes aún más turbadores para los intereses de Washington y Bruselas. La guerra civil que devastó Argelia durante los años noventa alumbró el Grupo Salafista para la Prédica y el Combate, germen de Al-Qaida del Magreb Islámico, un nebuloso movimiento empeñado en expandir la interpretación más rigorista de la Sharia más allá del Sahara. Sus prácticas terroristas, difundidas gracias al secuestro de occidentales, no solo han acabado con el turismo de aventura y la carrera París-Dakar, sino que también han medrado en estas arenas revueltas hasta conseguir ocupar la mítica Tombuctú en alianza con milicias locales.
La conveniencia hace extraños compañeros de viaje y los servicios secretos ya han advertido de que los radicales cierran pingües negocios con los cárteles latinoamericanos y la poderosa mafia nigeriana. Una ruta de mil kilómetros entre el golfo de Guinea y la costa mediterránea se ha convertido en la alternativa a la conexión atlántica, mucho mejor vigilada.
A los tuareg se les achaca su condición de porteadores de las sesenta toneladas de cocaína que se mueven cada año a lo largo de esa senda, la misma por la que se mercadean armas y se proporciona paso a seres humanos que pagan caro su sueño de un futuro mejor en Europa. A quince kilómetros de Gao, hoy una plaza fuerte de los independentistas, se puede contemplar la carcasa de un 'Boeing 747' llegado furtivamente desde Venezuela hace tres años con un inequívoco cargamento.
La tierra y los pueblos olvidados han conseguido por fin la atención mundial. Pero ni las demandas de los tuareg ni los llamamientos de las ONG que solicitan auxilio para 15 millones de individuos en riesgo de perecer de hambre han concitado tanto interés como la amenaza salafista, el peligro de que los radicales se expandan, derriben regímenes afines a Occidente y controlen yacimientos de recursos estratégicos como el uranio, el gas y el petróleo.
El Sahel se ha convertido en un nuevo escenario para la guerra contra el terror, según las tesis de la Casa Blanca. Desde hace varios años, el AFRICOM, el Mando de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en el continente negro, impulsa la penetración de sus efectivos en la zona, hasta ahora feudo militar francés, mediante la instalación de bases de comunicaciones y la llegada de oficiales para el entrenamiento de tropas indígenas. En este contexto tan explosivo, Dioncounda Traore, el recién designado presidente de Mali, ya se ha apresurado a declarar la guerra total a los tuareg y acabar con su deseo de una patria en el interior de África. Todo parece indicar que Azawad, su flamante Estado autodeclarado, habrá de esperar: los hijos de los garamantes seguirán penando en su exilio a través del desierto.