CASOPLÓN
Actualizado:Tal como están hoy los tiempos, más próximos a la toma de la Bastilla que al esplendor de Versalles, me cuesta creer que todavía haya millonarios empeñados en mostrarnos sus despampanantes castillos, palacios, mansiones y casoplones, ya sea a través de un estilizado y satinado reportaje gráfico publicado en una revista, ya sea a cambio de reconvertirlos en museos o en marcos incomparables de bodas, bautizos y comuniones y cobrarnos la entrada por su visita o disfrute. Comprendo que la cosa esté mal para todos y que la falta de 'cash' haya obligado a algunos aristócratas y ricachones a redecorar su vida hasta el punto de transfigurarse en hoteleros, hosteleros y poco menos que guías turísticos de su propio patrimonio, pero no sé si estoy muy de acuerdo con tan audaces iniciativas. En el fondo, es lo de siempre: «Paga si quieres ver lo bien que vivo, y gracias a tu dinero seguiré viviendo así de bien». Estoy pensando en el recién renovado palacio londinense de Kensington donde los Windsor, una de las familias más ricas del mundo, cobran casi veinte euros por barba a cambio de exhibir su privilegiado estándar de vida más dos o tres vestidos de la difunta (y exprimidísima) Lady Di. Pienso en Liria, el palacio de la duquesa de Alba, algunas de cuyas dependencias ahora se alquilan para banquetes. Y sobre todo me dan mucho que pensar esos deslumbrantes reportajes a todo color con los que abre casi cada semana '¡Hola!' en los que gentes de las que nunca habíamos oído hablar nos presentan despampanantes mansiones como jamás hubiéramos podido imaginar. ¿Pero esta gente de verdad existe?, he llegado a preguntarme. Como la irreal Carol Asscher, heredera de un imperio del diamante en cuyo fabuloso chalé de Gstaad la piscina cambia de color gracias a la fibra óptica y los invitados se arropan con mantas de piel de lobo y chinchilla... Hace falta mal gusto, además de dinero, para tener algo así. Y sobre todo, en los tiempos que corren, hace falta mucha insensatez para salir presumiendo de ello.