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Tribuna

¿Universidad elitista?

JUAN LUIS PULIDO BEGINES
CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTILActualizado:

Wert, nuestro ministro más locuaz, ha revolucionado el 'patio educativo' con diversos anuncios que parecen poco meditados y sobre los que no tenemos muchos detalles. Pero en medio de esos ecos alcanzan a oírse voces que suenan bien; entre ellas, por ejemplo, la idea de que a la hora de obtener y mantener una beca se tengan en cuenta no sólo criterios económicos, sino también los del mérito académico del candidato, que es una propuesta que ha causado escándalo inmediato entre los defensores del igualitarismo en la universidad.

Nadie se escandaliza por el hecho lógico y natural de que en la liga de fútbol profesional opere la más feroz de la meritocracias: se da por supuesto que para ser competitivos, los clubes de fútbol deben seleccionar y preparar a los mejores. Sin embargo, este mismo proceso selectivo resulta a algunos intolerablemente elitista cuando se trata de formar a las personas que van a tener en sus manos la salud de los demás, las carreteras, las centrales nucleares o la construcción de edificios.

Quienes rechazan la ambición elitista de la universidad van contra su propio fundamento. La universidad es elitista por naturaleza, porque su función principal es formar a la vanguardia intelectual de la sociedad, es decir, a los más capaces de cada generación, para que puedan asumir las tareas más complejas y de mayor responsabilidad. Es sencillo de entender que todos estamos abocados al fracaso si, como comunidad, no ponemos de los medios para que las funciones más complicadas las realicen las personas con más talento,. ¿Se ajusta nuestro actual sistema educativo a esta realidad y a las necesidades elementales que ella genera? No desde luego cuando este sistema impone, desde la base hasta la enseñanza superior, una igualación por abajo que obliga a los alumnos sobresalientes a adaptarse al ritmo y al horizonte de los menos dotados. ¿Cómo puede exigírsenos ser competitivos en un mundo globalizado si no estamos formando personas altamente cualificadas? ¿Acaso cabe un progreso estable y real relegando el esfuerzo y el merecimiento individual?

No cabe duda de que el poder público debe garantizar que nadie se quede fuera de la educación superior por falta de dinero. Un logro considerable de los años setenta y ochenta en España fue abrir a todas las capas de la sociedad lo que era hasta entonces una institución reservada a los pudientes. Se logró con ello que amplios sectores de la población accedieran, como nunca antes en nuestro país, a puestos directivos. Pero este ascenso, no se olvide, se basaba en la meritocracia; el solo hecho de acudir a la universidad en absoluto garantizaba la promoción social del alumno sin que éste demostrara antes su aptitud personal, aprobando todas las asignaturas (con enorme esfuerzo en muchas carreras).

Hoy, por el contrario, es obligado reconocer que no todos los títulos acreditan la valía profesional pretendida. La manifiesta devaluación de algunos títulos es particularmente dramática en un mundo en el que la demanda de trabajos no cualificados o semi-cualificados disminuye progresivamente, debido a los adelantos tecnológicos y a la globalización. Como dice Tony Judt, «la única forma en que el mundo desarrollado puede responder de forma competitiva es mediante la explotación de su ventaja comparativa en las industrias avanzadas intensivas en capital, donde el conocimiento resulta decisivo».

Soy consciente de que decir esto lo convierte a uno automáticamente en un peligroso reaccionario, en un insolidario conservador, pero es alentador que existan voces libres, inmunes a las presiones de las modas ideológicas, que comparten esta inquietud por la situación actual de la universidad. Lean por ejemplo a Jordi Llovet en su reciente obra 'Adiós a la universidad', que es lectura muy recomendable, o a Bermejo Barrera y Ruiz Paz. Según el primero de ellos, el diagnóstico es claro y preocupante: «Es consecuencia de este estado de cosas el que, en estos momentos, la transmisión del saber entre profesores y alumnos, también entre profesores y discípulos, haya perdido casi toda la eficacia que había tenido desde tiempos inmemoriales en el seno de la universidad».

Cada día se hace más urgente desenmascarar el 'buenismo' compasivo que mina nuestra enseñanza, porque negar las diferencias de capacidad es mera jerga e hipocresía, igual que es pura propaganda fraudulenta utilizar la bandera de la democracia para defender un acceso indiscriminado al último tramo del saber académico. Dejemos de confundir igualdad de oportunidades con igualdad de resultados. En muchos campos de la existencia humana resulta repulsiva la distinción meritocrática y cualquier forma de aristocracia -etimológicamente 'gobierno de los mejores'-. Sin embargo, cuando hablamos de formación en el seno de una sociedad democrática que garantiza el acceso a la enseñanza sin discriminación, no veo qué tiene de malo establecer mecanismos que distingan y fomenten el mérito académico.

El surgimiento de nuestro sistema político, la democracia representativa que nos ha dado a lo largo de nuestra Historia las mayores cotas de bienestar y libertad estuvo basado en una 'mesocracia meritocrática'. Para nuestros tatarabuelos empezó a ser intolerable que existieran derechos adquiridos por nacimiento, ajenos a cualquier mérito o capacidad de la persona, y fue esa convicción moral la que alentó los sacrificios humanos que llevaron a sustituir el feudalismo y la aristocracia de cuna por otras formas de promoción social más democráticas y al alcance de todos. Hoy, sin embargo, parece que olvidamos que esta fórmula funciona sólo si efectivamente se premia el mérito y el esfuerzo.

La universidad debe cumplir su papel. Su cometido es formar a la élite cultural y profesional del país, sin pudor ni complejos, porque para eso está. Ello no es ni antidemocrático ni antisocial, siempre que se garantice que nadie se queda fuera de las aulas por falta de medios económicos y siempre que la alternativa para los estudiantes que no alcanzan el nivel superior tenga la calidad que igualmente merecen. Por eso, habría quizás que empezar por reconocer que la última reforma de nuestra educación superior, el Plan Bolonia, va justo en dirección contraria. Primero, porque premia con todo tipo de facilidades a los estudiantes que no superan los objetivos que sería razonablemente exigir, en detrimento de aquellos otros más brillantes o tenaces (haciendo además casi imposible, por ejemplo, estudiar y trabajar a la vez). Y, segundo, porque hoy pueden quedarse fuera de los estudios superiores alumnos que, pese a su talento, no tienen capacidad para costearse un máster.