Grabado del marqués de Esquilache. / Archivo
LA OTRA HISTORIA

La revuelta de la capa larga y el chambergo

El motín de Esquilache fue la principal amenaza interna que tuvo que afrontar Carlos III durante su reinado

MADRID Actualizado: Guardar
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Dos hombres se detienen delante de un cuartelillo. El embozo impide a los guardias identificarlos. Su rostro permanece oculto tras una capa y un chambergo. Esa vestimenta está prohibida y ellos lo saben. Sin embargo, mantienen el desafío y desoyen las amonestaciones de la autoridad. Poco a poco más gente con idéntico atuendo sale a las calles madrileñas. La multitud empieza a gritar un hombre con odio: Esquilache. El pueblo le responsabiliza de todos los males de España. Es el comienzo del motín más grave contra Carlos III.

En marzo de 1766 España vivía una delicada situación económica. A las penurias tradicionales y la arbitrariedad de las cosechas se había unido unas reformas liberalizadoras del comercio del trigo. Esto había provocado un alza en los precios de los alimentos más básicos como el pan.

A esto había que sumar la lucha de poder en la propia corte. Carlos III había llegado de Nápoles en 1759 rodeado de muchos consejeros extranjeros con ideas reformistas. Esto había provocado el recelo de la aristocracia española, que se veía relegada, y la desconfianza en la población. Uno de esos ministros foráneos era el marqués de Esquilache. Este noble italiano encajaba a la perfección con la corriente del despotismo ilustrado, cuyo principal representante era el propio monarca, en la que una de sus máximas era la modernización del país. Y eso incluía en algunos casos luchar contra fuertes tradiciones o la propia población.

Una de las medidas para luchar contra la delincuencia consistió en prohibir el uso del chambergo -sombrero de ala ancha- y la capa larga que, según la orden, permitía esconder armas con mayor facilidad, además de permitir al portador ocultar su rostro con un embozo. El bando proponía sustituirlo por la capa corta y el sombrero de tres picos. Esta medida, en principio banal, fue la excusa para originar una revuelta larvada durante tiempo.

El motín

El 23 de marzo, varias personas salieron a las calles de Madrid con las vestimentas prohibidas y se acercaron a un pequeño cuartel de manera provocativa. Cada vez se sumaban más gentes que pedían al Rey una bajada del precio del pan y la marcha de Esquilache y su familia del país. También solicitaban que todos los ministros fueran españoles y la guardia valona, formada por soldados extranjeros, se suprimiera. Estas dos peticiones denotan el carácter político que escondía la revuelta.

Pese al intento de calmarles, los amotinados se dirigieron a la casa del marqués italiano y la asaltaron provocando la muerte de algunos sirvientes. Pero Esquilache no estaba en su casa sino en el palacio real. Cuando los amotinados se enteraron, pusieron rumbo hacia allí. Pero la guardia valona se cruzó en su camino y no dudó en abrir fuego.

Carlos III, atemorizado por la reacción del pueblo, abandonó el palacio y se dirigió a Aranjuez. La población lo interpretó como la señal para que el ejército entrara en la ciudad y aplastara la revuelta. Durante dos días se produjeron saqueos, robos y refriegas. La situación era crítica. Carlos III, siguiendo los consejos de sus ministros españoles, decidió aceptar las peticiones de los amotinados para poner fin al motín.

La principal consecuencia de esta revuelta fue la expulsión de los jesuitas. La orden religiosa fue acusada de promover la sublevación. En realidad fue el chivo expiatorio señalado por los nuevos hombres de confianza del monarca.