DESPUÉS DEL SUBIDÓN
Ha quedado claro que el ambiente de conmemoración o de celebración ha llegado a donde se esperaba, a los ciudadanos
Actualizado:Parece que va pasando la resaca constitucional que nos dejó la euforia y el entusiasmo de la semana pasada, aunque no tanto como para centrarnos en lo de mañana, ya saben, esas elecciones que aún no han sido y que ya pertenecen al pasado. Es normal, porque el mecanismo del ser humano, casi siempre tan complejo, funciona a veces a pedales. Simple, limpio, ecológico, ingenuo, como recién estrenado. Así se manifestó durante el largísimo fin de semana del Bicentenario, en el que la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros aunque fuese durante unas horas. Nos dijeron que seríamos el centro del mundo, que la historia nos contemplaría y que formaríamos parte de un decorado para la memoria. Y así fue. Borrachos de ciudadanía, fuimos nosotros los que hicimos grande a esta ciudad, los que la despertamos -por poco tiempo, no hay que exagerar- de su profundo sueño, dándole el beso que llevaba tanto esperando. Fuimos como aquel inglés que subió una colina y bajó una montaña -película británica que debería verse por lo menos una vez en la vida- demostrando el encanto y el poder que puede llegar a tener el localismo, con lo denostados que han estado los localismos en los últimos tiempos. Llega, como todo en esta vida, el momento de una reflexión serena -¿sobria, después de tanto efluvio?- no ya sobre lo que pudo haber sido y no fue, o sí, sino sobre las debilidades, las pequeñas infamias que pueden llegar a empañar el recuerdo de unos días azules y un sol, como no podía ser de otra manera, de la infancia.
Ha quedado claro que el ambiente de conmemoración o de celebración ha llegado a donde se esperaba, a los ciudadanos, que han respondido tirándose a la calle durante cuatro días y recreando un espacio que por momentos parecía de carnaval, o de Domingo de Ramos, o de día de playa, pero que en cualquier caso servía de telón de fondo para los actos institucionales que eran, en principio, lo único bien programado. Ha quedado claro que la hostelería gaditana -peso al planto constante y tedioso de su portavoz- no ha estado a la altura en un fin de semana en el que podrían haber salvado todo el trimestre. Ha quedado claro que con poco nos conformamos y con menos aún nos divertimos, y que en momentos de necesidad el ingenio nos sale por todos los poros de la piel. Ha quedado claro que podemos redescubrir cada rincón de nuestra ciudad y demostrar que, a pesar de todo, no hemos perdido la capacidad de asombro y que somos capaces de jalear a Carmen de la Jara y de cantar con un mariachi que «una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar», en un plaza en la que seguiremos siendo, desde el domingo y ya para siempre, el rey. Eso es lo que ha quedado claro. Pero también han quedado zonas oscuras, zonas por las que pierde fuelle el globo del Bicentenario.
Vayamos por partes. El viernes se congregaron frente al Oratorio de San Felipe Neri cientos de ciudadanos expectantes por lo que el programa de actos anunciaba para las nueve de la noche, es decir, el acto del encendido de la iluminación exterior. Los voluntarios, como podían y a veces ni eso, inventaban excusas para un retraso que se prolongó durante cuarenta y cinco largos minutos, los mismos que el soberano pueblo estuvo aguantando a duras penas, apretados y encajados como un tetris, hasta que llegaron las autoridades -que venían del Casino, con Pedro J. Ramírez y su conferencia-, se colocaron en el primer escalón y taparon por completo la visión de lo que se suponía que se iba a ver. Cabreo generalizado, con razón, y primeras consignas de la guasa: «Vamos todos a San Juan de Dios, a ver la obra, que es lo único que se va a poder ver».
El sábado, la organización de la Gran Gymkhana del 12 puso de manifiesto que si se amplía el número de participantes pero no el de pruebas ni el de lugares donde certificar los puntos obtenidos, lo único que se consigue es un colectivo de mil personas dando vueltas por Cádiz. Para colmo, algunas de las preguntas estaban mal documentadas y peor resueltas y los «jueces» de la gymkhana no supieron o no pudieron capear el temporal. Se mantuvo, eso sí, el nivel de dignidad porque los padres siempre tenemos la capacidad de hacer ver lo blanco negro a nuestros retoños, aunque lo de poner el galeón La Pepa cerca de El Puerto de Santa María tampoco se entiende bien. Los que fueron hasta allí y aguantaron la cola, acabaron ya sin ganas de más vueltas. Vueltas como las que dieron los que el sábado por la tarde quisieron visitar algunos museos -se volvió a repetir el lunes-, como el de la Santa Cueva, cerrados a cal y canto en mitad de la historia.
Dejando a un lado lo de Comediants -lo mejor, los deseos escritos por los gaditanos en unas absurdas tarjetitas-, que ya ha recibido críticas para todos los gustos, la zona más oscura del domingo hay que situarla en la hostelería gaditana. Y eso que un día antes, Antonio de María afirmaba -sin llorar- que estaban preparados «desde hace mucho tiempo». Claro que no dijo en qué consistía esa preparación, porque desde luego, debían haber dado una escarapela honorífica al que consiguiera mesa, comida y buen servicio en algún lugar de la ciudad. Camareros sobrepasados, cocinas que cierran cuando se abre la canina. Y de postre, la pretenciosa puesta en escena de la zarzuela Cádiz, donde lo mejor, sin duda, fue el coro, y lo peor, sin duda también, los solistas que pensaron por momentos que estaban en la Scala de Milán en vez de en la escalera de la Catedral. Pretenciosa, sobre todo, por contraposición a la naturalidad y la gracia de Mariana Cornejo, que se metió en el bolsillo a toda la plaza de San Antonio, y a la sutileza de Mariella Khon y sus ritmos afroperuanos. Pero bueno, se trataba de echar el rato y al menos no hubo los líos de organización que se presenciaron en la puerta del Carmen para el Tedeum. Hagan cola, señores, aunque no sepan muy bien para qué. O aplaudan a los obreros de San Juan de Dios, que esos sí que se han ganado -y de qué manera- el jornal.
Actos en el Oratorio
La presencia policial desde bien temprano en las calles y la otra gymkhana, la del «llegue usted a su casa por donde pueda menos por aquí» no restaron brillantez a los actos del Oratorio, ni siquiera al fugaz visto y no visto de los diputados en la puerta de la Diputación, porque para el jaleo somos únicos. Los niños, apostados en las ventanas, subidos en las farolas, iban retransmitiendo lo que veían a una multitud que se conformó -y hasta se desahogó- con abuchear a Cabaña y poco más.
Entrando peligrosamente en los puestos «dignos» de la lista, y candidatos al galardón «lo peor de lo peor», está la procesión cívica de la tarde del lunes. Lo que se suponía una algarada popular de vivas a la Constitución y de cantos populares, quedó reducida a un cortejo que en nada desmerecía a la penitencia del Ecce Mater Tua. Un par de tambores y una flauta abriendo un cortejo de la tercera edad, silenciosos, cansados, derrotados -quizá era la performance del Cádiz sitiado- y deseando sentarse en cualquier esquina. La viva voz de los que leían los artículos no fue más que un susurro lejano que dejó a muchos ciudadanos con la sensación de que no es tan difícil hacer las cosas mal.
Y en la zona más negra de todas, la ausencia de merchandising, algo que veníamos sospechando desde el principio. Sin un triste llaverito o un lápiz que llevarse de recuerdo, los turistas optaron por comprar ejemplares de la Constitución. Me alegro por Juan Manuel, de la librería Manuel de Falla, de los pocos que supieron aprovechar el tirón del Bicentenario, pero en este campo hemos perdido una oportunidad única.
Ya ven, a primera vista hay cosas que mejorar. Pero a pesar de todo, los ciudadanos hemos sacado nota en este examen. Hemos demostrado que a falta de entrenamiento y de preparación, sabemos improvisar. Y que improvisamos bien, a pesar de que la portavoz socialista del Ayuntamiento de Cádiz -que va saludando hasta a las farolas- lamentara «la ausencia de personas en la calle», a pesar de que el portavoz de Izquierda Unida dijera que los actos «no han contentado a la mayoría». Es el peligroso juego de lo real y lo virtual. Virtualmente, era la fiesta de la Constitución. En realidad, fue la fiesta de la calle, de la gente que lo único que ya espera es que después de este subidón, no nos vuelvan a dar con la estaca.