Asalto de Matas
Actualizado:El escenario de la campaña andaluza, jalonada por los fondos de reptiles para nutrir un régimen clientelar con el que frenar la decadencia de tres décadas de hegemonía, tal vez se ahorre la fotografía corrosiva de Jaume Matas entrando en prisión pero no los titulares vitriólicos a cinco columnas. Y no hay interpretaciones balsámicas para esa condena en la primera de las 26 piezas del escándalo Palma Arena que se extiende hasta la financiación ilegal del PP en la campaña de 2007, marcando un largo itinerario de sumarios como la ruta de Hansel&Gretel. Por más distancia que el partido marque, ensanchando el cordón sanitario para retratarle en soledad, Matas ha sido una figura central de la generación del poder, dos veces presidente y ministro de Aznar. No es un ‘outsider’ de la política, sino un «amigo» al que Rajoy enalteció como modelo a imitar con una de esas frases matadoras de hemeroteca: «Vamos a intentar hacer en España lo que Jaume Matas en Baleares». La sentencia es otro aldabonazo a la credibilidad de la política.
En tres décadas de Estado de las Autonomías hay demasiada tralla como para no cuestionarse si falla algo más que la catadura de los virreyes. El memorial de la corrupción en las taifas es enciclopédico: Hormaechea, que había desembarcado en la política con AP; después el socialista Gabriel Urralburu, por el cobro de comisiones en la presidencia navarra; más tarde José Marco por el ‘Caso Sillón’… mientras otros sorteaban sus procesos como Gabriel Cañellas en el cenagal balear, Carlos Collado en Murcia, o al cabo Camps al socaire de un veredicto insólito del jurado. Y en esta relación solo se computan presidentes sin adentrase en la vorágine de los cuadros medios. El mapa autonómico parece la cartografía de Corruptópolis.
La corrupción, más allá de esos virreinatos sin ‘bolsillos de cristal’ según la expresión de Tierno, es un fracaso de sustrato sociológico. Los partidos nunca han abordado la corrupción con coraje, más obsesionados siempre con la repercusión electoral antes que la dimensión ética, y sobre todo movidos por la convicción de que la ciudadanía es indulgente con ese pecado. El PSOE arrastra la leyenda negra del tardofelipismo que el chavismo terminal ha elevado al cubo; y el PP hace ya tiempo que renunció a la bandera simbólica de la ética, con Rajoy bendiciendo la tangentópolis levantina y la trama Gürtel al escoger a Camps como icono del manifiesto del PP contra la corrupción o recientemente mantener en Andalucía a un alcalde ya condenado para demostrar que se sienten no ya por encima de la Ley sino de la Justicia. Matas al cabo es el enésimo rostro de este fracaso: la corrupción asumida como cromosoma congénito del ADN nacional.