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Celebración de la casualidad

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Tengo para mí que fue una casualidad. Éramos la ciudad más al fondo, la última en la que ocultarnos, acorralados, del invasor. Además, esa habitación del pánico estaba bien blindada por un precursor imbatible del hormigón y las aleaciones: la piedra ostionera. Era el cuarto que caía más al fondo de la casa asaltada y allí había que ir. La involuntaria condición periférica, lejana y aislada fue la única causa real de nuestro gran momento. Pero después de ser uno de los necios que acaba de descubrir a Ramón Solís o de volver a Galdós –alguna promesa debía cumplir el Bicentenario– se llega a la conclusión de que lo mejor de nuestras vidas pasa siempre por casualidad. Nada de quitarle mérito al azar y, mucho menos, a su gestión.

Cádiz, repentista y por libre, más que liberal, ajena incluso a su provincia, cuerpo extraño en Andalucía, supo improvisar y convirtió el asedio en el único y luminoso parto de sus tres últimos siglos de historia. Tan señalado fue el momento de alumbrar en el Oratorio la primera Constitución de España, la tercera del mundo, que aún hoy mastica esos fogonazos, todavía sigue con Lola, Lolita, con los franceses que aquí no pudieron y las tertulias de aquella mitificada ciudad cosmopolita, ilustrada, de ida y vuelta que nos gusta creer que era cuando, en realidad, dicen los testimonios más fiables, que pasaba de todo como la de ahora, como todas. Quizás porque la gente de antes y los contemporáneos, de aquí y de allá, ignoran todo lo que suene institucional e incluso colectivo. Pero si no fue verdad, estuvo bien contado, como dicen los italianos. Tan bien, que aún salimos guapos en el retrato pintado hace 200 años. Insolentes ante la desgracia, sonrientes bajo las bombas, asediados que comían mejor que los asediadores, con tabernas, cafés, teatro, prensa y vida mientras los amenazantes se marchitaban arrecíos en un lentisco. Así nos retrata la historia, con esa carga de falsa y generosa leyenda que siempre adquiere al hacerse popular. Mejor reir e improvisar, que a los organizados del norte les va peor con su disciplina y su ambición.

Dos siglos después, seguimos tal cual, pero ahora ya no tenemos ante los ojos el velo legendario que quita las arrugas y las verrugas al mirarnos al espejo. Ahora, el invasor ya no desespera, ni nos vemos reir tanto, ni nos hace gracia dejarlo todo para el final. Ya no se nos ocurre nada a última hora. Algunas luces, mucha bulla para terminar algún paripé, una excusa más para salir a dar una vuelta y unas cuantas promesas rotas que tampoco decepcionan a casi nadie. Que aquí lo primero que se aprende es a desconfiar de la palabra dada. Esa es la ciudad sitiada hoy.

Pero va a salir en todas las fotos y teles, en cada conversación, con la pinta que tenía hace dos siglos justos, burlona y valiente, libérrima y enterada, más que culta. Con eso nos basta, con que nos recuerden así, con que nos vean con la cara que teníamos hace 200 años, engalanada con tanto maquillaje de tiempo que tapa cualquier lágrima. Sabemos bien que dentro de otros tantos, tanto igual: resignada a resistir, empeñada en convertir en alegría la desgracia, la casualidad natural, el aislamiento, la lejanía y la muralla.

El bluf del autobús

Puede que sea un asunto menor pero resulta ilustrativo sobre la conveniencia y la fe en la desmemoria. Hace menos de un mes, una huelga de autobuses complicó el inicio del Carnaval. El Ayuntamiento, por voz de su number one, se descolgó con un mensaje chocante. Cádiz es una ciudad pequeña, dijo, las distancias son cortas y no pasa nada por caminar de un lado a otro. Es decir, el transporte público es prescindible, accesorio. Allá que fueron por miles, un par de días, niños y mayores, a tirar de pantorrilla. Cuando llega el gran fin de semana del Doce, ese mismo Ayuntamiento anuncia a bombo (ya sin caja) y platillo que ofrece esos autobuses gratis porque su apuesta por el transporte público es absoluta, porque es cómodo, barato, limpio... Que lo regala porque es un bien ¿En cúal de los dos momentos nos mintieron, nos vacilaron?