LA ESPERANZA ES COLECTIVA
Este Bicentenario no será el que nos dijeron, vale, pero no tenemos otro.
Actualizado: GuardarLa esperanza no es más que la apuesta por un futuro que consideramos incierto y que la mayor parte de las veces tememos como algo desalentador. La esperanza, según dice el diccionario, es un estado del ánimo en el que se nos presenta como alcanzable y posible -que no como probable- algo que anhelamos. Por eso, desde que el mundo es mundo, y tal vez mucho antes, esperamos. Tiene la esperanza, además, algo de conjuro mágico o de bálsamo de Fierabrás que proporciona un efecto calmante y placentero en la espera, un efecto veces más calmante y placentero que el propio objeto de deseo, porque permite imaginar un futuro infinitamente mejor que el que ha de venir. La esperanza, como la alegría y como el miedo, es tan contagiosa, que alcanzando los niveles de pandemia, se convierte, como la histeria, en esperanza colectiva. Fue así como hace ya mucho tiempo LA VOZ, recuérdenlo, dio nombre a una sección que durante años se convirtió en uno de los motores de la máquina del Bicentenario y que permitió a distintos colectivos formular sus deseos y lanzarlos al aire, como pequeños farolillos en lo que todavía era la noche de los tiempos. Estábamos a la espera, entonces, y teníamos todo el futuro por imaginar, todo el horizonte por decorar. Fueron, sin embargo, los tiempos del cólera en los que la esperanza lograba sobrevivir entre pequeñas dosis de optimismo y grandes recidivas de desilusión. Sobrevivía contra todo pronóstico, a pesar de los vaivenes políticos, a pesar de la crisis -siento, y mucho, que suene a frase políticamente muy correcta-, a pesar de los desencuentros, como el clavo ardiendo en el que se cuelgan los sueños más inalcanzables.
Así, casi sin darnos cuenta, hemos recorrido el camino de esta ilusión constitucional que creamos entre todos y que poco a poco ha ido contagiando las calles y las venas de una ciudad acostumbrada siempre a quedarse fuera del baile, a mirar a las debutantes con envidia desde el rincón más oscuro del salón. Al fin se acerca el momento, el fin del camino que cantaba Karina cuando esperaba ingenuamente aquello del «mundo nuevo y feliz». Y cansados de andar y de andar y caminar girando siempre en un lugar -qué quieren, Diego Torres y su color esperanza, que se me vienen a la cabeza- hemos llegado a la fecha mágica, la que tanto temíamos y en la que tanto confiábamos. Porque confiar es eso, tener fe en los demás, en lo que nos rodea, y nosotros hemos tenido fe, y hemos creído, hasta sin ver. Contagiados hasta la médula por el espíritu del Doce seguimos manteniendo aún la esperanza en nosotros mismos, como si pudiera reinventarse a cada momento el tratamiento para nuestros males. No queda ya tiempo para la crítica, ni para la rectificación, ni para las lamentaciones, ni para la agresividad, ni para la lírica, ni siquiera para la épica, aunque de aquel horizonte de máximos y mínimos que trazamos nos hemos quedado con la parte más ínfima, la de eso que tanto gusta a los perdedores y que aquí llaman dignidad -el Tercio Español, ya saben, nos vuelve a salir al encuentro-. Vendrán días para la reflexión, para el balance, para el análisis de lo que pudo haber sido y no fue. Vendrán, sin duda. Pero no hoy.
Hoy tenemos que procurar entre todos que esa esperanza colectiva se haga realidad. Olvidar que el humo que nos vendieron no provenía de ningún fuego, pasar por alto los errores y detenernos en las pocas respuestas acertadas. Sostener entre todos el peso histórico que supone conmemorar doscientos años de nuestra primera Constitución, respirar pensando que el aire es de libertad, sacar del armario el traje de ciudadano, hacernos tirabuzones con lo que está cayendo y sentirnos el David que derrotando a Goliat no dejó de ser un niño. Ser, en definitiva, protagonistas de esta fábula inmoral, aunque sea corriendo en una absurda gymkhana, cazando gamusinos o persiguiendo escarapelas por los rincones de la memoria histórica. Qué más da. Este Bicentenario no será el que nos dijeron, vale, pero no tenemos otro.
Miren. Al final del camino, tenemos en la mano parte de nuestro futuro. No se trata de un momento histórico, de acuerdo, pero es nuestro momento y no nos lo van a quitar. De nosotros depende. Podemos hacer dos cosas, sentarnos a esperar que pase el porvenir y correr tras de él como Posesito Rodríguez en '¡Bienvenido Mr. Marshall!', lamentando luego nuestra mala suerte, o salir a buscarlo entre carreras, conciertos, pastelitos, desfiles, madroñeras, loterías, entregas de premios, ofrendas florales, tedeums, procesiones cívicas, voluntarios, visitas al museo, zarzuelas, fuegos de artificio, autobuses gratis y niños que agitan inocentemente la bandera más sentimental, la del «yo sí estuve allí».
Yo ya lo he decidido. Me quedo con la segunda opción. Ya ven, también me he contagiado de la esperanza colectiva.