Exterminadores
Actualizado: GuardarSuelo verlo pasar por enfrente de casa, camino del despacho de cargo oficial para el que fue nombrado hace pocos meses. Aunque conserva el aire resuelto de siempre, juraría que este emprendedor camina algo más fatigado, o tal vez sin ganas, como apresado por la rutina y la falta de estímulos. He conocido muchos profesionales de ambos sexos y diversa edad y condición que un buen día dejaron aparcada su carrera para acceder a la vida pública. En otro tiempo entraban llenos de energía. Honrados o codiciosos, eficaces o torpes, llevaban en sus frentes la marca del ímpetu y en sus pupilas se reflejaba un horizonte lleno de proyectos de diferente forma y color según fuera la ideología de turno. Algunos, incluso, se sentían llamados por la vocación de servicio público. Este hombre, en cambio, no tiene ninguna tarea que hacer. Un día sonó el teléfono y una voz al otro lado le propuso formar parte del equipo. No hagas preguntas, le dijo, no podemos perder el tiempo. Consúltalo con la almohada y mañana me das la respuesta.
Los motivos por los que centenares de directores generales, alcaldes, consejeros autonómicos, subsecretarios y jefes de gabinete se han prestado a ocupar puestos de responsabilidad en época de vacas flacas son un misterio. Salvo el sueldo, que tampoco es para tirar cohetes, y el coche oficial, un modelo pasado de moda y con el embrague muy erosionado por el uso, ya no quedan alicientes para ejercer el mando en unas naves que hacen agua por los cuatro costados. Las oficinas públicas, antes maquinarias de ideas en ebullición constante, han recobrado el aroma galdosiano de los bostezos y para muchos funcionarios lo más creativo de la tarea diaria son los sudokus del periódico. A este alto cargo le han encomendado como a tantos otros la labor de desguace del Estado. Lo primero que hace al llegar al despacho es leer en el correo las primeras instrucciones para los recortes del día. Acto seguido se pasea por las dependencias bajo sus órdenes para comprobar que de ahí no sale ninguna subvención, ningún gasto en inversiones, ninguna transferencia de dinero más allá de lo estrictamente necesario para mantener el organismo en estado de revista. La administración se ha llenado de exterminadores cuya única consigna es comportarse como el estudiante aplicado que hace los deberes según le indican los de arriba. La búsqueda de esa buena nota desplaza cualquier otro anhelo de acción en favor del desarrollo, la riqueza o incluso la satisfacción narcisista. Es verdad que también la inutilidad tiene su encanto. Como en una situación inferior a nuestros méritos podemos parecer grandes, según observó La Rochefoucauld, en la apacible medianía de la tijera y la piqueta es difícil cometer errores que luego haya que pagar. Así que, a cambio de renunciar a estímulos, estos administradores de la penuria han ganado en seguridad: eso lo explica todo.