LA HOJA ROJA

LAS CORRECCIONES

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Esto de que el mundo siempre gire en el mismo sentido empieza a ser de lo más aburrido. Por predecible, por monótono y porque como en un carrusel de feria damos vueltas y más vueltas por el mismo sitio como los burros en la noria. Siglos enteros nos avalan y por eso sabemos que nada, nada es nuevo bajo este sol que quiere y no puede calentarnos. Con el tedio que dan los siglos comenzamos hace mucho a crear mundos paralelos que engañaran a la vista y que nos mostraran como nuevos los caminos que la memoria histórica había recorrido una y otra vez. No es mal negocio el de la construcción de mundos paralelos, es algo que hacemos con relativa frecuencia no tanto como método de supervivencia sino como una tara genética que arrastramos generación tras generación. Los descendientes de Noé -el del arca y los animales emparejados- habían emigrado, según relata el Génesis desde Armenia hasta el país de Senaar, porque no tenían otra cosa que hacer -y lo hicieron- más que aquello de «crecer, multiplicarse y poblar la tierra», y se vieron obligados a desperdigarse por el mundo, y como aquello no les convencía del todo, idearon la construcción de un mundo paralelo, una ciudad, una torre alta que llegara al cielo. Tenía entonces toda la tierra -dice el relator bíblico- «una sola lengua y unas mismas palabras», y mientras crecía el zigurat, mientras se iba construyendo la torre de Babel, mientras el mundo paralelo iba alcanzando altura, al dedo castigador de Jehová se le ocurrió una idea sutil «confundamos su lengua para que ninguno entienda el habla de su compañero». Y aquellos hombres y mujeres, como era de esperar, dejaron de entenderse para siempre, y desde entonces, con la lengua confundida, sigue el mundo dando vueltas. Sin que logremos entendernos, aunque muchas veces hablemos el mismo idioma.

Cuando nos dio por construir el mundo de lo políticamente correcto, cuando nos dio por pensar que el poder de la palabra residía en la mera combinación de elementos morfológicos, cuando nos hicieron creer ciegamente que la palabra perro podía desgarrarnos, ya sabíamos que tarde o temprano nos volvería a confundir el dedo de Jehová. Aprendimos una sarta de eufemismos con los que lavar la conciencia: «persona de color», «desempleado», «desaceleración», «tercera edad». y olvidamos lo más importante, no es el lenguaje el que hace a la sociedad, sino al contrario. Y no por mucho decir los que los «hombres y las mujeres caminan juntos» se acorta la distancia de la desigualdad de género. En fin. Que en esta ocasión nos dio por hacer el camino a la inversa, y en vez de esperar a que la Real Academia de la Lengua -la que limpia, fija y da esplendor al idioma que nos une- diera cuenta de los nuevos usos lingüísticos nacidos al calor de la paridad, tuvimos la osadía de construir la Babel de las correcciones, creyendo ingenuamente que los significados de las palabras se deciden en los despachos y se negocian en las urnas. La Junta de Andalucía -imparable como todos ustedes saben- fue una de las pioneras a la hora de señalar que nuestra lengua era la culpable de las grandes desigualdades entre hombres y mujeres, por aquello de que al decir «los niños», no hacíamos sino discriminar e «invisibilizar» a las niñas y otras tonterías por el estilo. Fueron años, ya lo saben, en los que hasta se penalizaba a los que nos respetaran en sus textos las forzadas directrices lingüísticas ideadas por alguna mente poco brillante. Así empezaron a circular guías de lo que se llamaba «lenguaje no sexista» -confudiendo nuevamente las churras con las merinas- que no hacían sino dar patadas a la gramática española en virtud de no se sabe qué reglas y saltarse a la torera uno de los principios fundamentales de cualquier sistema de comunicación, la economía del lenguaje.

No seré yo quien le descubra a estas alturas que en castellano, este «idioma tan rico» -como lo califican todas las guías- sólo se marca el femenino y que por esa razón, el plural formado con el lexema masculino no implica la exclusión del género femenino, sino todo lo contrario. No seré yo quien le descubra a estas alturas que por mucho que digamos «los parados y las paradas» se aliviará el problema laboral para las mujeres en España, ni seré yo quien diga que forzando las estructuras lingüísticas se llegue a cambiar la realidad.

No todo lo aparentemente correcto es bueno. Es por eso por lo que el informe redactado por Ignacio Bosque y firmado por treinta y tres académicos de la Lengua Española ha levantado tantas ampollas, porque ha señalado -como el dedo de Jehová- dónde está la auténtica confusión. No son las palabras las que discriminan, sino las personas, las instituciones y las férreas estructuras sociales. Por eso dan risa las palabras de Rafaela Pastor, de la plataforma andaluza de apoyo al Lobby Europeo de Mujeres, cuando mete en el mismo saco al Consejo de Estado, el Tribunal Supremo y la RAE y lamenta que «si hubiera paridad desde el principio, no estaríamos lamentando los crímenes contra las mujeres», como si fueran las palabras las que asesinaran a tantas víctimas de los malos tratos. Y por eso suenan tan pueriles las palabras de la consejera para la Igualdad y Bienestar Social, Micaela Navarro pidiendo una gramática en la que «tenemos que caber todos y todas».

No es precisamente en la gramática donde quiero caber, y donde quiero que quepan mis hijos, sino en un mundo justo e igualitario, en una Babel donde dé lo mismo el idioma que hablemos, pero donde podamos entendernos.