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La tristeza

JUAN MANUEL BALAGUER
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Como tristeza de los cítricos se conoce a una fitopatología propia de esos prodigiosos árboles, capaces de producir flores y frutos a la vez, consistente en un languidecimiento de sus hojas, un acartonamiento macilento. Pareciera responder a un aburrimiento que les insta a dejar de ejercer el oficio benigno de árbol, de filtros de la luz e inventores de aromas. Entran en un ciclo de abatimiento que les lleva a la muerte, dejando al huerto indefenso y a la abeja baldía. Se trunca el mensaje de la polinización, pierdense los frutos y el aroma mozárabe del azahar se agría.

La tristeza en los seres humanos se enfrenta a un mucho más complejo diagnóstico, pues no pueden detectarse en nuestra fronda animada, vestigios de marchitamiento elocuente. En nosotros, quizás el más preciso síntoma sea el del hastío, ese hartazgo propio del que se enfrenta día a día a sacrificios sin sentido. Responde a un estado de carencia, de inanición, que nos conduce a otros de postración en muchos casos imputados, sin el menor rigor, a desequilibrios nutricionales, como si una vitamina o una proteína tuvieran dones para revitalizar a la lírica de las esencias éticas.

La tristeza corresponde al mundo de la moral, al mundo de la costumbre, que inicia su ciclo devastador con la constatación de un fracaso, de una pérdida, de una frustración. El hedonismo en el que se nos ha educado, en el que estamos educando a nuestros herederos, mundo marchito en el que tan sólo el placer cuenta y por el que únicamente debe lucharse, produce los nocivos efectos de la desertización espiritual.

No quiere ello decir que necesitemos del dolor para que nuestra existencia cobre sentido. Hay que evitarlo. Pero el dolor se evita por oxigenación saturada del gozo. Por la valoración, exaltación, de los dones y fortunas que nos han tocado en el reparto de parabienes. No resulta ser lo mismo encarar una crisis, como la que nos mortifica, desde el nivel de renta y cultura de Haití, que desde el de Andalucía. Desde un nivel de servicios sociales con el que sueña Zambia, comparado con el suntuario nivel de bienes sociales que despilfarra cualquier pedanía de nuestros pagos.

Se entristece, como el limonar, la sociedad que aspira únicamente a no perder los logros materiales conseguidos, le ocurra lo que le ocurra a los demás, y no aquella que no teme perderlos, si esa merma patrimonial puede ser transferida a aquellos colectivos que no tienen tan siquiera la posibilidad de soñar con ellos.