Editorial

Arquitectura autonómica

Reordenar las competencias del Estado exige máxima precisión y responsabilidad

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Las vicisitudes por las que todavía atraviesa la deuda soberana y las dificultades para reducir el déficit público han llevado a imputar buena parte de las causas de la crisis fiscal a las comunidades autónomas, generando un cierto estado de opinión receloso hacia el propio modelo autonómico. Se trata de un terreno resbaladizo, en el que la reflexión más razonada tiende a mezclarse con supuestos infundados, y la demanda de eficacia se convierte a menudo en subterfugio para señalar como culpable al hecho autonómico. De ahí que toda declaración institucional respecto a la conveniencia de simplificar el Estado compuesto o a la necesidad de reordenar competencias que se solapan requiera ser formulada con la máxima precisión y responsabilidad política. Así deberían pronunciarse siempre el presidente del Gobierno y el ministro de Administraciones Públicas -que en este caso lo es también de Hacienda-; aunque es una obligación que afecta a todos los cargos institucionales, puesto que se trata de un aspecto nuclear del Estado constitucional. La existencia de diecisiete autonomías con poder legislativo propio no garantiza que tal grado de descentralización conlleve un óptimo de bienestar para los españoles. Pero más absurdo sería confiar el porvenir del país y de sus ciudadanos a una 'recentralización' competencial basada en la desconfianza hacia las instituciones autonómicas y en el supuesto de que ello aportaría mayor racionalidad. Los excesos en los que hayan incurrido las instituciones autonómicas deben ser corregidos sin dilación y sin excusas, pero manteniendo una arquitectura que ha contribuido al desarrollo económico y a la cohesión social de España no solo durante la década de bonanza que finalizó en el 2007. Una revisión entre tecnócrata y añorante del Estado autonómico generaría más incertidumbres que ventajas para un país en el que sus ciudadanos encontrarían verdaderas dificultades para disociar democracia y autogobierno. Especialmente si tal pretensión acaba suscitando contenciosos con las comunidades cuyo Estatuto fue refrendado -máxime si cuentan con un régimen foral-, o abriendo brechas políticas y jurídicas entre éstas y las demás autonomías.