vuelta de hoja

Allá, en Comayagua

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El mundo nos pilla más cerca a todos, aunque no hayamos adquirido aún conciencia planetaria. Los soñados paraísos están lejos, pero el infierno nos coge a la vuelta de la esquina, al rato de bajarnos de un avión, en el sucinto aeropuerto de Tegucigalpa. La horripilante catástrofe de la cárcel de Comayagua, donde ardieron vivos más de 300 presos, me aleja temporalmente de conflictos nacionales. ¿Qué importa la intransigencia de Bruselas comparada con la indiferencia de eso que algunos llaman Dios y otros denominan azar o destino?

He andado, o más bien me han hecho andar, por esos países que llamamos hermanos, a los que les quitamos todo, pero les dimos todo «el idioma». En nuestro vasto lenguaje sonarían los ayes. Se quejan con las mismas palabras los que forman parte divisible de las ínclitas razas paupérrimas. Cuando la desdicha se abate sobre las pobres criaturas humanas, en su radical desvalimiento, somos más propensos a conmovernos con los infortunios cercanos. Si atropellan a un niño en mi pueblo mi escalofrío es de superior intensidad al que me ocasiona la cifra de muertos de un tsunami. Quizá se deba a la falta de imaginación o a que le falten páginas a la Guía Michelín. No sé. Nada menos que Goethe decía que únicamente podemos comprender la desgracia hasta cierto grado. Lo que la excede o nos aniquila o nos deja indiferentes.

Hace falta ser muy egoístas o muy humanos, demasiado humanos, para no preferirnos. Todos nos profesamos un gran aprecio y cuando algo nos va bien transitoriamente agradecemos a nuestras deidades que no nos haya ido tan mal como a otros. Siempre nos sirven de algo, aunque sea de comparación. Sobre todo si están a suficiente distancia. La economía de la eurozona, que está que arde, nos afecta más que ese incendio lejano. No es lo mismo que nos huela el culo a pólvora comunitaria que percibir el olor a chamusquina. Los que se achicharran siempre son los otros.