opinión

El justiciero entusiasta

En la condena a Garzón, a mucha gente le queda la sensación de que aquí ha pasado algo que excede el caso

Jerez Actualizado: Guardar
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Que Baltasar Garzón es un jurista preparado, incluso brillante, es algo que admite pocas dudas. Que además ha sido un juez valiente, que no se ha arredrado ante causas e imputados que a cualquier otro le habrían hecho tentarse la ropa, también es algo de lo que existe el suficiente número de indicios como para darlo por bueno. Que junto a lo anterior ha sido un magistrado con delicadas veleidades políticas y económicas, querencia por el filo de la navaja y acaso un afán excesivo por salir en el ‘New York Times’, hay para afirmarlo también.

Durante décadas, sin embargo, arrastró su perfil polémico por sumarios que unas veces alegraban a unos, otras servían a los fines de otros y, a menudo, es cierto, prestaban un indiscutible servicio a la comunidad: pregúntesele a las madres de las víctimas de la droga, de la que fue azote notorio y pertinaz, o a las víctimas del terrorismo, contra cuyos verdugos una y otra vez descargó todo el peso de la ley hasta donde puede hacerlo un juez de instrucción en España, que es mucho. Por decirlo mal y pronto, les vino o nos vino bien, y le dejamos hacer.

Eso no quiere decir que siempre viniera bien su intervención a sus supuestos beneficiarios, o mal a aquellos a quienes el juez perseguía. Sumarios que dormían en el juzgado después de las espectaculares detenciones eran el material idóneo para que un hábil abogado defensor lograra la absolución del imputado. Y si vamos a los casos más recientes, y de los que se deriva su enorme visibilidad mediática actual, qué bien les ha venido a los imputados de Gürtel, y a sus abogados, el celo telefónico de Garzón. O, qué bien les vendrá a los herederos ideológicos y sentimentales del franquismo, si acaba de forma parecida lo de las fosas y la partida de defunción del Caudillo, el espectáculo del juez carbonizado en el empeño de querer desatar lo bien atado. La mano judicial de Garzón se revelaría mucho menos eficaz para reparar a los agraviados que para dar gusto a los autores y jaleadores de la conducta delictiva perseguida.

Dicho todo lo cual, hay que leer esa encarnizada sentencia del Supremo (insólita tratándose de una señoría, que alguna hay que sigue siéndolo tras poner el cazo y haber sido sorprendida en la falta). Y la lectura produce, sobre todo de puertas afuera, el nocivo efecto de sugerir que linchamos al justiciero entusiasta, cuando otros que obraron con olímpico desprecio de la ley, o con dudoso respeto por lo que la decencia les exigía en su función, salen de rositas. Parece escrita para que a Garzón no lo salve ni Estrasburgo, de ahí el relato truculento de las violaciones de derechos infligidas por el juez, pero a mucha gente le queda la sensación de que aquí ha pasado algo que excede el caso.

Y eso, sea o no cierto, es una pésima noticia.