Los lugares marcados

Segundos de felicidad

Jerez Actualizado: Guardar
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Los psicólogos, los filósofos, los gurús coinciden en decir que la felicidad no es un estado de ánimo permanente. Y deben de tener razón. Más bien nos asalta durante breves períodos, en instantes fugaces, imprevistos e inasibles. Son ésos efímeros momentos de beatitud absoluta durante los cuales el mundo, y todo cuanto en él hay, se vuelven repentina pero brevemente amables. La perfección parece entonces, por unos pocos segundos, posible.

La mañana del sábado pasado, el sol se hizo un hueco entre los fríos de este mes de febrero. Junto a la puerta de la Plaza de Abastos, los vendedores de flores abrían el abanico multicolor de los claveles, los lirios, los tembleques y las margaritas. El aire traía un vago adelanto de primavera: olía a una mezcla imprecisa de tierra húmeda y agua de colonia humilde, como una de esas fragancias que se vendían a granel en las droguerías, y con la que las madres perfeccionaban nuestro aseo infantil en días de fiesta. Se me puso la carne de gallina. No estaba sola. Miré a las dos amigas que me acompañaban (amigas inquebrantables, incondicionales, amigas con todas las letras), y me sentí feliz. No alegre, que es un estado relativamente fácil de lograr, sino feliz. Fue un segundo, pero hizo que el resto del día, de la semana incluso, se tiñera de un color más claro.

Y es que la felicidad –o la beatitud, o la perfección–, ésa que con tanto afán perseguimos, es capaz de llegar sin previo aviso en cualquier sitio. Sorprendernos y noquearnos en plena calle. En una plaza del centro, por ejemplo, una mañana de febrero desusadamente luminosa. Estoy convencida de que sólo es necesario aguzar los sentidos, tener los ojos y el corazón muy abiertos, para que, de vez en cuando, suceda ese milagro.