El sueño de Obama
Fue visto como un líder transformador y se ha convertido en un presidente de la reconstrucción
MADRIDActualizado:Cuando faltaba poco menos de un mes para que se cumpliese el 200 aniversario del nacimiento de Abraham Lincoln, Barack Obama juraba su cargo como presidente de Estados Unidos. Corría el día 20 de enero de 2009 y el ya exsenador por Illinois era el 44º hombre en hacerlo.
Pero había un factor que convertía esa jornada en histórica. Quien levantaba la mano derecha frente al presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, era un político nacido en el exótico Hawai, fruto del matrimonio entre un brillante hombre negro que había llegado a Estados Unidos para completar sus estudios con la ilusión de convertirse en uno de los líderes que impulsasen el desarrollo de su Kenia natal y una inquieta muchacha blanca de Kansas fascinada por el magnetismo que desprendía ese joven de piel oscura como el carbón al que había conocido en la universidad.
Casi 150 años después de la Proclamación de Emancipación, el hombre sobre el que estaban puestas todas las miradas del mundo derribaba la barrera que hasta unos meses antes parecía infranqueable. La Casa Blanca tendría como dueña, al menos por cuatro años, a una familia de color.
El idilio
Menos de tres meses antes, Barack Obama plasmaba con la extraordinaria elocuencia de que había hecho gala desde que irrumpiese en la arena política el enorme salto que el país había dado. Lo hizo en la noche del 4 de noviembre de 2008, poco después de que su rival en las presidenciales, John McCain, le felicitase por su victoria.
En un escenario cuidadosamente preparado, dominado por el azul del suelo, en marcado contraste con el rojo del vestido de su esposa, Michelle, y su hija mayor, Malia -Sasha vestía como su padre, de impecable oscuro-, el ya presidente electo se dirigía a la impresionante multitud congregada en el Grant Park de Chicago para relatarles la historia de Ann Nixon Cooper, una incansable luchadora por los derechos civiles que, cierto, había llegado al mundo en una época en la que ya se había abolido la esclavitud, pero en la que a una persona como ella se le seguía negando el derecho a votar "por dos razones: por ser mujer y por el color de su piel". "Ella estaba allí cuando los autobuses de Montgomery, las mangueras de Birmingham, el puente de Selma, en la plegaria de Atlanta donde la gente coreó 'We shall overcome'", apuntó Obama, en plena ejecución de un conmovedor viaje por la otra historia de EE UU, esa que está teñida de vergüenza pero también de esperanza.
Esa anciana que el 4 de noviembre de 2008 tenía ya 106 años, había votado horas antes por él, contribuyendo con ello a algo que probablemente ni en sus pensamientos más osados imaginó fuese posible -y menos aún que pudiesen contemplarlo sus ojos-: que un hombre de color se convirtiese en presidente. A esas alturas del relato, las lágrimas bañaban la cara de Jesse Jackson, un hombre que había acompañado a Martin Luther King en los tiempos en que gobernadores sureños combatían con perros y mangueras la pacífica lucha de los negros contra su intransigencia.
Ann Nixon Cooper pudo ser testigo de los primeros pasos del nuevo presidente. Murió en diciembre de 2009. Barack Obama había sido galardonado un par de meses antes con el premio Nobel de la Paz y mantenía su idilio con buena parte del mundo. Pero había múltiples datos que corroboraban lo que diversos analistas habían predicho incluso en plena fiebre del 'cambio': que la figura que tomaba el mando, revestida de unos atributos sobrehumanos por su campaña y sus más encendidos admiradores, era al fin y al cabo un hombre, que una cosa era hacer una campaña en verso, pero otra muy distinta gobernar, algo que necesariamente tendría que hacer en prosa.
El desencanto
Lo eruditos del poder presidencial afirman que un presidente novel pasa sus dos primeros años en el cargo poco más que aprendiendo a dominar los innumerables resortes del poder al que ha accedido. Eso ocurre hasta con los políticos más veteranos. Obama había saltado del senado de Illinois a la presidencia de Estados Unidos en el lapso de cuatro años. Pero mucho peor que eso era que Obama no tenía tiempo. Debía actuar desde el primer día. La magnitud de los retos evocaba los tiempos de Franklin D. Roosevelt. Aquel llegó a la Casa Blanca con un país sumido en la Gran Depresión. Obama lo había hecho con el mundo inmerso en lo que ya algunos habían bautizado como la Gran Recesión. Heredaba además dos guerras: la de Irak y la de Afganistán. Y otra patata caliente: la imagen de Estados Unidos estaba por los suelos. El país seguía proclamándose como el mayor defensor de la libertad, pero ese discurso se daba de bruces con las imágenes de Abu Ghraib y las fotos de Guantánamo.
Muchos de quienes habían asistido al arrollador ascenso de Obama tenían una imagen distorsionada de él. En la vieja Europa de Bush y Rumsfeld, le veían como un revolucionario. Nada más lejos de la realidad. El nuevo presidente había buscando siempre el punto medio. Mientras líderes de su partido arremetían furibundamente contra los republicanos, él se había labrado camino buscando el consenso, llegando a acuerdos con políticos en los que sus correligionarios solo veían enemigos. "Nunca hemos sido simplemente una colección de individuos ni una colección de estados rojos y estados azules. Somos, y siempre seremos, los Estados Unidos de América", había proclamado el 4 de noviembre en el Grant Park de Chicago.
Sus primeros meses en el cargo exasperaron a muchos. ¿Dónde estaba el cambio que había prometido? ¿Dónde el hombre con capacidad para convertirse en un líder transformador de que había hablado el ex secretario de Estado Colin Powell? Sacó adelante su reforma sanitaria, lo que tantos y tantos de sus predecesores habían sido incapaces de hacer, él lo consiguió, respondieron sus partidarios. También introdujo profundas reformas en el sistema financiero, añadían. Pero el paro seguía creciendo y las empresas declarándose en bancarrota.
Mientras tanto, Washington recurría al 'poder blando' de que hablaba el profesor Joseph S. Nye y buscaba fórmulas para salir de Irak y encauzar la guerra en Afganistán. Los republicanos no tardaron en calificarle de blando, un pacifista que acabaría provocando el desplome del imperio. Hasta que a comienzos de mayo de 2011 los estadounidenses recibieron la noticia que llevaban diez años esperando: Osama bin Laden había sido abatido en una audaz jugada diseñada por el entonces director de la CIA, Leon Panetta. Lo que los misiles de Bush no habían logrado, lo había conseguido un comando de los 'Navy Seals'.
Aquel día, la popularidad de Obama subió como la espuma. Pero no tardaría en caer nuevamente, hasta el punto de que el presidente ve ahora seriamente amenazada su reelección. Las altas tasas de desempleo y la percepción de que el poder de Estados Unidos está en declive podrían convertir a Obama en un presidente de un solo mandato. Como Carter o el primer Bush, pese a todo el simbolismo de su presidencia. El mandatario tiene ya remangada la camisa para impedirlo. El hombre en el que muchos vieron a un líder transformador, se ha convertido en el presidente de la reconstrucción. El mundo sigue ansiando que le den esperanza, pero Obama necesitará en esta ocasión elevadas dosis de audacia si quiere mantener vivo el sueño que llevó a millones de estadounidenses a votar por el hace más de tres años.