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La ventaja que ofrecen los problemas españoles es la rapidez con la que se suceden unos a otros. Nuestras conversaciones no pueden ser pesadas. Por más que nos asquee hablar de Urdangarin pasamos a hablar de Baltasar Garzón. O sea, del improbable reo, al estelar juez. Quieren distraernos para que no nos ocupemos de lo que de verdad nos importa, que es la gradual ruina que se cierne sobre todos. No hay peor sordo que el que no quiere oír, se dice, pero es mentira. Mucho peor es que nos tapen las orejas con esparadrapos legales. Mala época para los espías. Al ídolo de cierta afición le están apedreando la hornacina y Garzón, que ha engordado mucho, confirma que lo que no mata engorda. No niega que haya espiado a los golfos de la «trama Gürtel», sino que lo hizo para evitar un delito. Total, que de nuevo tenemos en España a un alguacil alguacilado.

Es peligrosísimo que un juez quiera meterse en los temas que le conciernen y no digamos nada si pretende inmiscuirse en otros territorios, sin tener licencia de inspector de letrinas. En su afán de protagonismo, don Baltasar ordenó que les ajustaran las cuentas a aquellos falsos socialistas de Interior y a aquel auténtico dictador que fue Pinochet. Ignoró que todo tiene límites y que el tacto de la audacia consiste en saber detenerse a tiempo. En el punto exacto donde está esa indecisa frontera que solemos llamar «demasiado lejos». Tomó tantas cartas en diversos asuntos que ahora le está pasando lo que le tenía que pasar: que lo han encartado a él.

Perseguir el blanqueo del dinero tizna a los perseguidores y escuchar a los presos contagia. Existen ciénagas en las que no es prudente hacer submarinismo. Al cazador, que al parecer no tenía las licencias necesarias, lo van a perseguir perros de su propia jauría. El relevo de los temas candentes exige que haya que quemar de vez en cuando a alguien y hay que echar combustible hasta que la pira no llegue a lo más alto.