LA HOJA ROJA

EL ESTADO DEL SITIO

Sillas de playa, mantas, un colchón y hasta un sofá han vuelto para vengarse de nosotros, para devolvernos al lugar del que nunca salimos

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Hay cosas, como nadar y montar en bicicleta, que una vez que se aprenden nunca se olvidan del todo. O eso dicen, porque ahora mismo tengo -y usted también, no lo niegue- serias y razonables dudas. Y hay otras cosas, como el comer, el rascar y todas esas diversas ocupaciones tan básicas como inherentes a la conducta humana que podamos imaginar, en las que todo es empezar. Es decir, que tampoco se olvidan por completo o, si lo prefiere, que se traen a la memoria con relativa facilidad. Claro está que la práctica hace mucho y si se abandona la actividad durante un tiempo, hay que poner luego mucho énfasis para recuperar la pericia. Algo así nos ha pasado con las colas. Fieles a la premisa del todo es empezar, hacían falta sólo dos personas paradas delante de cualquier ventanilla, mostrador, puerta, escaparate o parada de autobús para que se formara de manera inmediata e irremediable una cola. En el médico, en el banco, en el colegio, en la panadería, en la plaza, en los lavapiés de la playa, en la casa de hermandad cofrade, en la taquilla del Falla o del Carranza,. formaba parte de la geografía más sentimental del gaditano eso de hacer cola, como un reducto atávico y enquistado de nuestra peor historia reciente. ¿Quién es el último? ¿Quién da la vez?, terminología cortés de un código de conducta que dominábamos como nadie y que olvidamos repentinamente en el mismo momento en el que todos conseguimos la condecoración del «somosdeclasemedia», en el preciso instante en el que nos colocaron máquinas dispensadoras de números hasta para comprar un cuarto de adobo en el freidor. La modernidad hizo también de las suyas y la tramitación por internet terminó por disolver cualquier tipo de concentración humana que tuviera atisbos de cola. Se acabaron las de los centros de salud, camufladas de cita previa, se acabaron las de los bancos disuadidas por los cajeros, y hasta se acabaron las colas del Falla gracias al invento del siglo. Pero ¡ay! qué razón tiene el refranero cuando dice que el que hace un cesto hace ciento. Ya sabe, como lo del comer y el rascar, todo es empezar.

Y volvieron las colas del Falla, porque al Patronato eso de vender las entradas del concurso en el espacio sideral y que vinieran gentes de más allá de Cortadura a aplaudir cualquier cosa, le parecía una afrenta a la esencia carnavalesca y porque, para qué engañarnos, nos gusta más un chusmerío que a un tonto un lápiz. Volvemos a lo de siempre, no somos como creemos, sino como nos ven. Y la evidencia de una imagen puede cargarse cientos, miles de palabras y de buenas intenciones. Sillas de playa, mantas, neveras, un colchón y hasta un sofá han vuelto para vengarse de nosotros, para devolvernos al lugar del que nunca salimos, al verdadero sitio de Cádiz. Llámeme derrotista, que me da igual.

Más de cuarenta horas de cola dan para mucho. Y más de mil personas aguardando su turno, también. Para formar escándalo y para escandalizarse. «Esto es prehistórico», decían los colistas, como si hubieran vuelto del futuro en la máquina de Wells. «Una vergüenza», repetían los mismos que con su actitud indolente contribuían al caos, a las peleas, a la bronca, a la suciedad de la calle. «He pasado mucho frío, pero pienso volver para cuartos», decía orgullosa Gema Cabrerizo -la primera de la fila- mostrando sus entradas como si acabara de coronar el Everest sin oxígeno. Sarna con gusto, que diría mi abuela, que no pica, pero que mortifica. Sobre todo a los que llevan años empeñados -o por lo menos eso es lo que pregonan- en que se destierren para siempre el tercermundismo, el chabacanismo y el callejerismo de nuestra ciudad. Misión imposible, porque lo que se aprende de chico nunca se olvida del todo.

El estado del sitio es de auténtica decadencia, no hace falta que se lo recuerde. La ciudad con más paro del país y con menos perspectivas de futuro, la que sufre parálisis social, la que sonríe a pesar de todo, es capaz de tirarse una noche a la intemperie y pagar cuarenta euros para alimentar su dosis de ombliguismo y gritar «qué bonito, ío» ante el archirrepetido piropo a la Caleta, pero vuelve a caer en la desidia, en el pesimismo, en la desilusión cuando baja el telón del Falla. ¿Cuántos de los que hacían cola en la taquilla habrían pasado la noche en vela por un contrato de trabajo? ¿Cuántos habrían salido a la calle para poder conjugar el futuro perfecto de nuestra bahía? Y ahora diga usted como un mantra, «es que no hay trabajo», «es que no hay futuro», «es que no hay de ná».

Vivimos en una ciudad sitiada. No al estilo Camus -muy antiguo el del otro día, por otra parte- entiéndame. Sitiada por sus propios miedos, por sus propios fantasmas, por su propia indolencia, por sus propias miserias, por unas cadenas perpetuas de las que es difícil escapar.

De regeneración vino a hablarnos la flamante presidenta de la Comisión Nacional del Bicentenario, Soraya Sáenz de Santamaría. Y lo hizo bien, o por lo menos lo hizo nuevo, o sonó a nuevo. A algo que echábamos en falta los que todavía guardamos en la despensa algo de ilusión para los desavíos. Habló de espíritu de afán de superación, de capacidad para construir un futuro mejor, de ejemplaridad y responsabilidad pública.

Lo malo es que vino a decirlo en Cádiz, sin saber que, pase lo que pase, «Esto es Cádiz y aquí hay que.», siga usted que también se lo sabe.