La transición y el miedo
CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTILActualizado:Quienes nacimos en los sesenta somos una generación a caballo entre dos mundos. No conocimos bien el franquismo, pero vivimos en él lo suficiente para saber algo de su aspecto, siquiera sea en su imagen más desteñida por el tiempo y el cansancio. Éramos, por otra parte, demasiado jóvenes para haber participado en la fiesta del 68 y en su resaca, que aún padecemos. Ni fuimos protagonistas del franquismo, en su modalidad activa o pasiva, ni tampoco pilotamos la transición. Y llegados a los cuarenta, henos aquí, ya en edad de merecer, que tampoco ahora tocamos mucho pelo, desbancados por una generación mucho más joven, que se erige en heredera patrimonial y afectiva de la quinta del sesentayocho.
Vaya por delante que no me quejo. Quizás esa preterición sea un regalo que nos hace el destino, concediendo a la especie el respiro de una generación dedicada a actividades más nutritivas para el espíritu que la política. Pero es importante no confundir el gobierno con la participación, porque el hecho de no dirigir o querer dirigir el mando no significa que no se pueda opinar. Es más, creo que se debe opinar, siquiera sea para contener la ola de corrección política que veta cualquier tipo de discrepancia sobre los asuntos y verdades el sistema de poder establecido en España entiende que son intocables, como sucede, por ejemplo, con las vicisitudes de la transición y el franquismo.
Yo puedo opinar de la transición porque, entre otras cosas, estaba allí cuando pasaba. Evidentemente no estaba en la sala donde se gestó la Constitución, ni en los foros donde se parieron los pactos de la Moncloa. Pero estaba en España y, por tanto, conozco el ambiente que se respiraba y, sobre todo, las expectativas y las ilusiones que latían en nuestro entorno. No tuve la precocidad de la ministra Chacón, que con nueve años se pasó, según ha contado ella misma, la tarde del 23-F destruyendo los documentos que consideraba comprometedores para sus padres, pero sí tengo buena memoria.
De eso quiero hablar ahora, de las perspectivas, de los proyectos, de la esperanza colectiva, de la idea que mis padres, mis tíos, sus amigos, etc. tenían sobre lo que iba a ser el futuro. Si tuviera que identificar la sensación, el sentimiento predominante durante los primeros años setenta, la palabra sería miedo. Tengo un ejemplo personal que lo refleja muy sencillamente. Debía tener yo unos ocho años, año 1974 o 1975, y un miércoles volví a casa del colegio ansioso por disfrutar uno de los mayores placeres que la vidas ofrecía a un crío de mi edad: 'Vicky el Vikingo' y el monumental bocadillo que siempre lo acompañaba. Llegada la hora, merienda en ristre, enciendo la tele y veo que en el lugar de la esperada sintonía de rock, la pantalla me ofrece el comienzo de un partido de fútbol. Después de descartar errores de diverso tipo, busco a mi madre para saber por qué no echan 'Vicky el Vikingo' por la tele, como es habitual y está mandado un miércoles por la tarde. Como mi madre no sabe explicarme, mi cabreo sube de tono, hasta que no se me ocurre otro exabrupto mejor que gritar bien fuerte 'Si es verdad, mamá, es que Franco es un cabezón'. A lo que mi madre, perpleja al principio, y tras unos segundos de titubeo, responde corriendo veloz a cerrar la ventana abierta a un patio de vecinos, diciendo 'niño, que se van a creer que somos comunistas'. En mi ingenuidad política, ésa que quizás aún no haya perdido, el único responsable del cambio de programación tenía que ser aquel viejito medio chocho, con voz de pito, que al parecer mandaba mucho y al que mi madre temía. Pero lo relevante del suceso es que, para mi madre, ser considerada 'comunista', en nuestra comunidad, era algo terrible que debía evitarse a toda costa.
Años después, el sentimiento predominante también fue el miedo. La noche del 23-F, de manera mucho más consciente desde la altura de mis quince años, las caras preocupadas de mis padres ante las noticias eran bien elocuentes; sin palabras, su inquietud hablaba de la dureza de recuerdos vividos o escuchados en su infancia, de miedo, de hambre, de bombas y disparos, de represalias feroces, de sacas y de checas, de delaciones y chantajes, de quema de conventos. La intensidad de aquellos sentimientos, puramente humanos, anteriores a cualquier interés ideológico, me hacen tener por seguro que la mayor esperanza colectiva de aquella sociedad era que lo pasado nunca volviera a repetirse, que el miedo acabase, que las disputas políticas se resolvieran de una vez por todas pacíficamente, que se lograra construir, entre todos, una comunidad en la que, como decía Churchill, 'si alguien llama a tu casa a las 6.00 de la mañana, estás seguro de que es el lechero'.
Para ello, era necesario lograr un equilibrio entre las diferencias, una concordia de la que España no había disfrutado en los últimos doscientos años. Según resulta cada vez más claro, la Guerra Civil no fue más que el episodio final de un larguísimo conflicto que, larvado desde finales del XVIII, erupciona con fuerza en la Guerra de la Independencia. Desde entonces, las tormentas políticas se han sucedido unas a otras, saldándose muchas veces por la vía del enfrentamiento armado, la represión y la revancha. El momento histórico de la transición puso a prueba la cabeza y el corazón de todos, padres y abuelos -hijos precoces, cómo no- para sustituir el odio y el monólogo por el respeto y el diálogo.