LA PRIMERA NAVIDAD DEL RESTO...
Actualizado:Aunque dicen que no hay quinto malo, ni siquiera nos ha reconfortado el pellizco que le dio nuestra provincia al sorteo de la Lotería del pasado jueves. Pasó cerca, sí, pero otra vez la suerte nos ha dado esquinazo, aunque ya estamos acostumbrados y ni siquiera nos afecta. Nos cuesta trabajo reconocernos en el espejo cada mañana, porque no somos ni sombra de lo que fuimos, sino que somos la evidencia más clara de una negación. Dicen que uno se acomoda pronto a lo bueno pero para nosotros ha sido más difícil porque hemos hecho el recorrido inverso. Para los que llegamos a conocer el tiempo en el que los perros se ataban con longaniza, ha sido muy duro darnos cuenta de que la burbuja inmobiliaria estaba construyendo la torre de Babel y de que ahora no hay manera de entenderse ni siquiera con esa imagen que cada mañana nos recuerda que hay otros mundos, sí, pero que ya no están en este. Que ni están, ni se les espera.
No es cuestión de dejar de jugar o de dar la partida por perdida, pero ahora los juegos son otros. Más tradicionales, si quieren, por dulcificar la cosa. No hay más remedio que volver a tirar los dados sobre el tablero de la oca, como cuando la vida sólo tenía dos canales de televisión por donde entraba la cruda realidad en terrible blanco y negro. Sin matices. Es duro, sí, pero curte. Sabíamos contar de seis en seis para ir de oca a oca y de puente a puente -aunque teníamos sospechas de que el dado estaba trucado- y cerrábamos los ojos al pasar de largo dejando atrás el laberinto, la posada, la cárcel. Por eso, a pesar del primer susto, cuando vinieron mal dadas y caímos en el pozo, aún seguíamos manteniendo la esperanza de que quien quiera que fuese nos echara una mano para salir. Y salimos. Pero ahora que la partida se ha parado en la casilla número 58, en la calavera, sólo nos queda conformarnos con nuestra papeleta y repetir como cuando éramos niños «De la muerte, a lo primero».
Volvamos al principio. Desandar el camino no es fácil, sobre todo cuando no hemos dejado piedrecitas que nos recuerden por dónde se vuelve a casa. Fuimos ricos, tirábamos siempre con pólvora ajena, vivíamos en los pisos más altos de nuestras posibilidades, y habíamos hecho de la inconsciencia nuestra propia religión y de la Lechera su única profeta. No hacía falta señalar el camino porque nunca tuvimos intenciones de regresar. Y ahora, recomponiendo los pedazos del cántaro, nos toca reinventar un futuro entre todos. Poner por fin los pies en el suelo y pisar fuerte para coger impulso.
Ya no se habla en ninguna parte de alegría contagiosa, simplemente porque no se puede contagiar lo que no se tiene. Y no tenemos alegría, porque ya sabe usted lo poco que dura la alegría en la casa del pobre. En los últimos cuatro años -los peores, dicen, de la historia más reciente- hemos recortado el consumo navideño en más de un cuarenta por ciento. Poco alumbrado, menos comidas, nada de viajes exóticos, y hemos empezado a ahorrar y a regalar cosas más prácticas -se acabaron las estridencias- y necesarias. A la fuerza ahorcan, dicen, y a nosotros nos ahogan tanto las deudas que casi no podemos respirar la Navidad. Ni brindar, ni soñar ni desearnos un futuro mejor por el que nadie apuesta un duro.
Es el momento de que nos visite el fantasma de la Navidad, como al señor Scrooge de Dickens. Que nos visite el fantasma del pasado, por favor, que no tarde mucho. Que si no sabemos a dónde vamos, nos diga por lo menos de dónde venimos. Que nos muestre cómo éramos antes de convertirnos en sombras. Que le enseñe de nuevo aquella arrugada carta a los Reyes Magos que escribió su hijo cuando apenas levantaba un palmo del suelo y que usted olvidó echar al correo. Que le deje probar otra vez los pestiños que hacía su abuela mientras repetía la letanía de los niños de San Ildefonso. Que le deje jugar un rato al mangüiti con los niños de su calle. Que le devuelva aquellos envoltorios de polvorones, los plateados, con los que usted y sus hermanos hacían papelillos para el carnaval. Que retroceda hasta aquel comedor destartalado en el que se juntaba toda la familia para cantar villancicos y esperar a que dieran las doce mientras su tío contaba chistes. Que le lleve de vuelta al escaparate donde le esperaba la cocinita que nunca le trajeron los Reyes. Que le deje oler el lentisco del belén que montaba su vecino cada año desmontando la puerta del salón. Que recupere a aquellos niños vestidos de pastores que tocaban la pandereta y que, como niños perdidos, se quedaron para siempre en alguna parte de Nuncajamás. Que le devuelva la tranquilidad que un día extravió por el camino a ninguna parte.
No hay más remedio que hacer memoria y encontrar el mapa para volver a empezar. Como si fuera la primera Navidad del resto de su vida. No hay mal que dure cien años, y tal vez ahora empiece a escampar. Estamos ante algo nuevo y es tiempo de recordar que todo lo nuevo nace pequeño, débil, en cueros, como el niño de Belén. Seguro que rebuscando en el baúl de los recuerdos encuentra usted los motivos para celebrar algo. Busque bien, y deje a un lado esa mochila de fracasos que lleva usted colgada al cuello, que para este camino no hacen falta alforjas.
Feliz Navidad