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Iñaki, Cristina, Barcelona

Muchos catalanes coinciden en que los duques de Palma llevaban una vida sobria y discreta en la Ciudad Condal «hasta que compraron la casa»

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Ascensooooor!», exclamó la vecina de aquel elegante inmueble del barrio barcelonés de Sarriá al ver que el elevador se demoraba más de la cuenta. Medio minuto después, llegó por fin. Se abrieron las puertas y de la cabina emergieron alegres y divertidos Cristina de Borbón, Iñaki Urdangarin, el príncipe Felipe y la infanta Elena, que con su retranca habitual le comentó a la estupefacta vecina: «Qué, llamar al ascensor y que aparezca la Familia Real no pasa todos los días, ¿eh? ja, ja, ja». Es una de las anécdotas que sirven para recordar aquellos felices años de los duques de Palma en Barcelona. Pero ha llovido mucho desde entonces. Los duques ya no están en la respetuosa, protectora y discreta Barcelona, donde gozaron de una libertad cercana a la de dos ciudadanos anónimos, sino en Washington. Y hoy soplan otros vientos. Una pavorosa tempestad judicial acaba de apartar a Iñaki Urdangarin de la Corona española por su conducta «poco ejemplar».

Sin embargo, de esto no quieren hablar hoy los catalanes que trataron con asiduidad a la pareja. Si ya de por sí en esta tierra la discreción y la prudencia son tenidas por señas de identidad comparables a la barretina y a la butifarra negra, lo de las amistades de Iñaki y Cristina es de nota. Estos días han tejido una red de hermetismo para proteger a los duques de la insaciable curiosidad de la prensa. «Es inútil tratar de sonsacarles. No saben, no contestan. Si ya antes eran comedidos en todo lo relacionado con ellos, ahora ni te cuento. El círculo se ha cerrado», comenta con frustración un periodista curtido en los entresijos de la alta sociedad catalana.

Noche del 3 de diciembre. Es sábado y en Barcelona hay una temperatura inusualmente agradable para esta época del año. Un grupo de parejas de mediana edad celebra una cena prenavideña en un restaurante de moda en la parte alta de la ciudad. Algunos son amigos de la infanta y su marido, cuarentones bien situados, empresarios, abogados, médicos, 'yuppies' a la catalana, de los que viven en pisos de más de 200 metros cuadrados en los barrios de Sarriá, Pedralbes o el Eixample, navegan en las azules aguas de la Costa Brava en verano y esquían en invierno en Baqueira.

«No puede ser». «Tiene que tratarse de un montaje». «Yo desde luego no me lo creo. ¿De Iñaki? No me lo creo». «Yo tampoco». Son algunas de las frases que se escuchan a lo largo de esa cena, en la que ha sido inevitable referirse a la avalancha de noticias que relacionan el insituto Nóos, la empresa «sin afán de lucro» del duque de Palma, con una trama de corrupción financiera. Diego Torres, socio principal de Urdangarin, lleva meses imputado por falsedad documental, prevaricación, fraude a la Administración y malversación de fondos públicos, pero los amigos de Iñaki se resisten (o al menos el 3 de diciembre se resistían) a creer que él también esté implicado. Será quizá porque, como dice un catalán, «en esta tierra el que sale monárquico lo es a muerte». Incluso Jordi Pujol, que no es precisamente cortesano, confesaba 'sotto voce' estar «encantado» de tener en Barcelona a una infanta ('la nostra', la llamaba) que entendía el catalán, tenía hijos barceloneses y se había casado con un jugador de balonmano del Barça.

Más de dos años después de su partida hacia Washington, el recuerdo que persiste en la Ciudad Condal de Cristina e Iñaki es el de una pareja normal de clase media alta, a la que te podías encontrar casi en cualquier sitio: a todo el clan montando en bicicleta en un céntrico parque o comiendo un sábado en un japonés del concurrido centro comercial L'illa de la Diagonal; a Iñaki llevando cada mañana en su todoterreno a sus hijos al Liceo Francés de Pedralbes y luego tomando el primer café en una 'granja', a Cristina en la peluquería de Llongeras de la calle Benet Mateu, o a los dos comiendo de pinchos en el restaurante vasco Lizarriturry o cenando en el tranquilo Racó d'en Cesc de la calle Diputación, en pleno Ensanche barcelonés, donde los menús de fin de semana van de los 60 a los 80 euros.

«Un chico ambicioso»

La pareja ni siquiera se relacionaba con la alta (y estirada) burguesía catalana. Sus amigos eran los de siempre. Los de él, compañeros de su equipo de balonmano o de la carrera de Empresariales. Las de ella, la pediatra e instructora de vela adaptada Vicky Fumadó y Cristina Castañer, zapatera prodigiosa por haber convertido la alpargata en artículo de lujo. Con ellos y sus parejas quedaban alguna noche de viernes o sábado en sus domicilios, iban a algún restaurante de moda y, de vez en cuando, a tomar una copa, como hacen tantos matrimonios de clase media. «Cristina e Iñaki nunca dieron muestras de una gran ostentación», señalan muchos catalanes, justo antes de añadir... «Hasta que compraron la casa».

Esa casa por lo visto fue su ruina. El imponente chalé de Pedralbes por el que pagaron 6 millones de euros (mil millones de pesetas de las de antes) en plena euforia inmobiliaria y en el que desembolsaron, según asegura un experto en la materia, «casi otros cuatro millones más en una reforma integral», se perfila como un punto de inflexión en su hasta entonces sobria y discreta existencia en Barcelona. Ahora se comenta que al Rey no le hizo precisamente feliz la adquisición de semejante palacete, ubicado en lo mejor de Pedralbes (lujoso barrio barcelonés comparable a El Viso madrileño o al Neguri vizcaíno), de 1.200 metros cuadrados de planta y con cerca de 1.300 metros cuadrados de jardín. Lo cierto es que dio pábulo a muchos comentarios maliciosos. Y todos del tipo: «¿De dónde sacan pá tanto como destacan?», por explicarlo en el lenguaje llano y castizo del cuplé. «Nos la hemos comprado con una hipoteca», llegaron a justificar ellos. Y sí, La Caixa, entidad en la que trabaja la infanta, les concedió un préstamo hipotecario que, pese a las buenas condiciones obtenidas, no les libró de pagar unos 20.000 euros de cuota mensual. Una auténtica fortuna.

En esa casa celebraron los duques de Palma la Nochevieja en los dos años previos a su traslado a Estados Unidos, con la Reina, su hermana Irene, los padres de Iñaki y la infanta Elena con sus dos hijos, que para todos había lugar. Pero el asombro aumentó cuando en septiembre de 2009 los duques de Palma partieron con toda su prole rumbo a Washington dejando la casa sin un triste cartel de 'Se alquila'. No debían de andar muy apurados de dinero, pues tardaron un año en sentir la necesidad de rentarla y con ello sufragar los ingentes gastos de la hipoteca. Una familia de origen árabe se la alquiló completamente amueblada por un año. Sin embargo, el plazo expiró este verano pasado y desde entonces el chalet permanece vacío.

El resto de la historia es de sobra conocido porque la cuentan a diario los periódicos: los dos comunicados emitidos por Iñaki Urdangarin, el primero para defender su honor y el segundo para lamentar el perjuicio que han causado a la Corona los comentarios sobre sus actividades profesionales; y la fulminante respuesta de la Casa del Rey apartando al duque de Palma de los actos oficiales de la Familia Real. En la Zarzuela califican su comportamiento de «poco ejemplar». Y en las calles de Barcelona, ciudad donde Iñaki ha sido siempre muy respetado y querido (su camiseta de balonmano cuelga como mítico trofeo en el Palau Blaugrana), algunos se atreven a romper la sempiterna prudencia para comentar que el marido de la infanta... «siempre fue un chico ambicioso».