Artículos

Escolarización versus enseñanza

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

La Constitución española garantiza el derecho fundamental a la educación de los ciudadanos, como es propio de una sociedad sanamente regida. En la práctica de la convivencia democrática, sin embargo, ese derecho ha sido retorcido, desmentido y pervertido, hasta sustituir su objeto, que ya no es el derecho a la enseñanza, sino a obtener un título académico. Ahora hay más alumnos escolarizados que nunca en nuestra historia y casi todos acaban terminando el periodo de enseñanza obligatoria, -pues hay que empeñarse mucho para lo contrario- y obteniendo un título de enseñanza secundaria que cada vez acredita menos aprendizaje.

La base 'teórica' del sistema educativo que ha ido consolidándose en España es ideológicamente muy simple; afirma que distinguir a los alumnos en función de su talento es una discriminación injusta e insolidaria, fruto de un elitismo que contribuye a perpetuar las diferencias sociales. Falso. El presupuesto puramente político que sostiene este pensamiento es incierto y engañoso, sobre todo por dos motivos.

Por un lado, porque desde un punto de vista ético, el empeño por igualar al máximo a las personas ignora que las diferencias entre los seres humanos son naturales, y que tanta injusticia puede haber en tratar desigualmente a los iguales como en uniformar a la fuerza a los diferentes. Si se ignora este hecho, la rica diversidad humana, se está haciendo un flaco favor a los alumnos talentosos que no encuentran en las aulas el campo para desarrollar sus potencialidades. Pero también se está engañando a los alumnos menos dotados para el estudio del que se trate, al hacerles creer que tienen una capacidad que no existe.

Pero, dejando a un lado la miga filosófica que esta cuestión suscita, la realidad demuestra que la bondad del sistema igualitario a ultranza no se sostiene por razones prácticas, ya que acaba produciendo el efecto contrario al que pretende. Lejos de evitar las diferencias entre clases, contribuye a consolidarlas y a ampliarlas, porque los alumnos de familias más acomodadas siempre pueden poner remedio, pagando, al desastre de nuestra escuela pública, mientras que las familias con recursos escasos sólo cuentan con el sistema educativo público para mejorar su condición. Por ello, con buen criterio se ha dicho que es la exigencia académica y no la compasión igualitaria la que puede mejorar el futuro del conjunto de los alumnos.

La reforma educativa de los 90 auspiciada por Maravall pretendía combatir el elitismo y la perduración del clasismo en las aulas. Sin embargo, veinte años después, el clasismo se ha acentuado, porque las familias con medios escapan del sistema educativo público. Guste o disguste a nuestros iluminados próceres, muchas familias de la clase media española siguen dispuestas a pagar por dar a sus hijos una educación mejor.

Contrastemos la situación actual con la de los setenta. Yo fui a un colegio donde alumnos de familias mayoritariamente obreras encontraban una base sólida para madurar y acceder a estudios medios y superiores, y ciertamente era una base que nos permitía luego concurrir, en verdadera igualdad de bagaje académico, con cualquier alumno de otra procedencia ¿Ocurre esto ahora? Cada vez son menos los colegios públicos que sirven a ese fin de mejora y movilidad social ante la bajísima calidad de la enseñanza que imparten, de manera que, en muchos casos, quien quiere aprender debe acudir a la enseñanza concertada o privada. Buena prueba de ello es el bochornoso espectáculo que cada año se produce a la hora de escolarizar a los alumnos de primero de primaria: en muchas ciudades los padres acuden a centros concertados donde los efectos perversos del sistema educativo se atenúan y para ello recurren, si es preciso, a falsificaciones o engaños de todo tipo, incluidos divorcios simulados. ¿Todos esos padres están paranoicos, todos se equivocan o buscan simplemente lo mejor para sus hijos?

Es evidente que el bajo nivel de la enseñanza pública perjudica principalmente a los hijos de capacidad media que provienen de familias con menor nivel socio-cultural. Los muy talentosos suelen mejorar, cualquiera que sea el ambiente donde crezcan, pero ¿y las inteligencias medias, que precisan mimo y cultivo y que son las que constituyen el esqueleto del país? Cuántas de éstas se mustian en un ambiente de inepcia y sordidez, en el que los profesores tienen que dedicarse más a mantener el orden que a enseñar contenidos. Es dramático estancar así precisamente a los alumnos que más necesitan una educación pública de calidad, porque en la formación tienen su única posibilidad de prosperar.

La falsedad ideológica que sostiene nuestro sistema educativo actúa en contra de la necesaria igualdad de oportunidades, de manera que hoy un alumno de un barrio marginal tiene menos posibilidades de progresar gracias a la escuela que en los años setenta. Como señala Mercedes Ruíz Paz en su libro 'La secta pedagógica': «La realidad es que el mejor método de socorrer, compensar y ofrecer una auténtica igualdad de oportunidades es proporcionar un buen nivel de estudios a todos por igual independientemente de la extracción social o las diferencias religiosas, culturales, sexuales o de otro tipo».

Curiosamente, en la actualidad los sectores que se autocalifican de progresistas tienden a valorar cualquier crítica a nuestro sistema educativo como un ataque contra el sistema público de enseñanza. Esta confusión de ideas es tramposa y para dejarla al descubierto basta un simple ejercicio: observemos cuántos ministros, consejeros o parlamentarios españoles han llevado a sus hijos a un colegio público y cuántos a uno privado o concertado. El resultado seguramente sería muy elocuente.

La comunidad debe tender a promover la igualdad en las condiciones que desarrollan a la persona, pero ésta debe ser una igualdad real y efectiva, que sólo podrá generarse aplicando la receta necesaria en cada caso y no fórmulas genéricas que no sirven ni a unos ni a otros. Sea cual sea su extracción social, económica, geográfica o cultural, los alumnos menos dotados deben ser educados no con lisonjas públicas, sino con rigor y dedicación para explotar al máximo sus potencias, mientras que los más capaces precisan de un marco específico. Esta es la vía que promueve una auténtica igualdad aunque, lamentablemente para todos, nuestro sistema educativo se aleja cada vez más de ella.