DOS LOCOS MUY CUERDOS
Pepe Monforte y Antonio Reguera representan a dos artesanos que cambiaron de vía cuando nadie creía en ese camino
Actualizado:Cuando se escribe cara al público (sea del tamaño que fuere) prima una regla. Nunca hay que ensalzar a nadie porque la experiencia dice que, tarde o temprano, desdecirá el elogio. Sin embargo, censurar o despellejar es muy agradecido. Según la misma norma, siempre habrá algún momento en el que el personaje señalado provoque rechazo y, por tanto, el autor de la puya pueda decir eso tan desagradable y utilizada: «Te lo dije».
Pero todas las reglas tienen salvedades que las refuerzan y necesitamos ejemplos de gente que, simplemente, hace lo que le gusta, crea mínima riqueza para autoabastecerse, y molesta entre nada y menos. Artesanos que, cuando todo se desploma, aparecen como hitos de sensatez que merece reivindicar, con la certeza de que resulta imposible un futuro reproche. Podría tratarse de científicos o voluntarios que, sin duda, los hay loables pero que al trabajar lejos de la luz pública resultan indetectables. Entre los que curran de cara a los demás también los hay. Incluso en el limitado ámbito de esta aldea hay referencias en las que reconfortarse cuando todo parece nubarrón y apocalipsis.
Uno de esos que anima nada más verle, escucharle o leerle es José Monforte. Periodista de una generación que creció al calor de la mejor radio, cuando todavía soñábamos con la mejor prensa. Decidió bajarse de esa ola por gusto o disgusto. Cuenta la leyenda que pisó algún charco pero dice la certeza que prefirió cambiar de vía cuando comprobó que llevaba a un sitio raro: la estabilidad. Abandonó el periodismo convencional, cuando le iba bien, por perseguir una ilusión que creía posible. Al cabo de unos años, los números respaldan al que parecía un iluminado. Creía que había mercado en los productos de su tierra, los peleó como nadie, creyó en los artesanos de su provincia, en los cocineros que querían innovar y en las señoras que guardaban las esencias de la tradición en ventas recónditas. Sin distingos. Se dedicó a vender ese material, el de otros apasionados que creían en lo que hacían. A la vuelta de una década, con premios a sus espaldas, nadie representa mejor la pujanza de una gastronomía gaditana que fue el primero en ver, oler y catar. Siempre probando, descubriendo y recomendando. Destaca lo que le gusta, ignora lo demás. Nadie tiene una palabra contra él y ha terminado por ayudar a todos, por animar a cada uno, por ser generoso por sistema. Sí, gana algo de dinero, pero se lo hace ganar a otros. Los que tienen estrellas Michelin, los que tienen un blog, los que necesitan organizar un evento, inaugurar algo, sostener un bar de barrio o de carretera tienen la misma consideración de él. Todos esos creen que ha intentado ayudarles, con honestidad, haciendo lo que podía, sin mentir, liar ni llegar más allá pero sin pedir nada a cambio. Sin especular.
En tiempos de miedo generalizado, la casualidad pone por delante a otro tipo peculiar, otro 'outsider' que hizo lo que le quería, que cambió de vía cuando era raro y ahora, previo paseo por el infierno, ve con asombro el susto que nos da a los demás hacer lo mismo. Ha conseguido reivindicar la misma condición de artesano que fabrica y fomenta un producto que le autoabastece y crea una mínima riqueza a su alrededor, sin molestar ni robar, sin interferir ni engañar. Es Antonio Reguera. Uno de los mejores músicos de su generación comprobó que la industria discográfica no creía en él, quizás justo cuando sucedía a la inversa. Ni una grabación, ni un disco, ni más tele, sólo internet y directo, mezclando a su criterio riff y un humor mayúsculo e irrepetible, versión local de la universal 'stand up comedy'. Ahora, que grabar una canción resulta una quimera mayor que aprobar unas oposiciones, lleva diez años de ventaja a los que ven que tocar en público es la única forma honrada y estable de ganarse la vida para un artista. Actúa tres noches en el Barabass, local de la calle Muñoz Arenilla, la semana que viene. Se vendían 200 entradas cada velada. Hace diez días que no quedan, en una ciudad que le ha visto actuar más de cien veces. Cuando sale, sucede lo mismo. Tiene un producto, lo vende en primera persona y no engaña a nadie. El que quiere, repite. El decepcionado, no. Los números, como a Monforte, dejan claro quien era el loco, quien el necio.
Ahora que nos dicen a todos que todo va a cambiar, resulta reconfortante como una manta escuchar o leer a dos tipos que actuaron según creían y que consiguen ganarse la vida sin sombra de abuso y, como coronación, cuelgan una sonrisa en la cara de todos los que se cruzan con su trabajo que, según las calculadoras, es cosa seria.