Jugar al colegio
Actualizado:Dicen que los niños de hoy ya solo se divierten con la Wii. O con juegos en red interminables que los mantienen callados y pegados a la pantalla durante horas. Seguros y controlados en la burbuja de sus cuartos con ordenador y TFT.
Dicen que cada vez se entretienen menos en la calle, que se olvidaron los tradicionales corros, las cantinelas para dar las suertes, las combas, los diábolos, los juegos de pilla pilla y los ‘pollito inglés’, ‘palomita blanca’ o ‘hilacha de qué color’, las adivinanzas y las retahílas. Debe de ser cierto. Las pantallas les fascinan, los tienen atrapados. Toda la imaginación se les va en encontrar objetos virtuales y superar fases. Cuando no en pegar tiros y reventar enemigos.
Pero hace unos días escuché los gritos de un vecinito que invitaba a sus hermanos a ‘jugar al colegio’. No tuve otro remedio que quedarme mirándolos con cara de pasmo y de complacencia. Jugar al colegio era uno de los entretenimientos favoritos en mi infancia, y era muy normal ver a los chiquillos con un pizarrín ‘dando clases’ mientras otros hacían las veces de los díscolos alumnos. Era uno de esos juegos de antes del ordenador, incluso de antes del televisor a jornada completa. De cuando la carta de ajuste ocupaba las horas de la siesta. Los vecinitos que juegan al colegio, y a los que también he visto correteando por las calles con perrillos y gatos callejeros, despeinados y churretosos subiéndose a los contenedores de escombros, burlando el tráfico con bicicletas recicladas, pertenecen a una familia de las que hoy llamamos desestructuradas. Son niños al límite de la marginalidad, según las clasificaciones modernas. Seguramente no tienen una Wii. Y sin embargo, juegan al colegio. ¿Qué es lo que no nos cuadra?