Confianza y seguridad
Actualizado:Cuando los divulgadores del pensamiento único (que suelen tener la glándula pineal cartesiana alojada en el bolsillo) hablan de la necesidad de generar confianza y seguridad, están diciendo que los mercados, los inversores, los especuladores, necesitan esa confianza y esa seguridad para un óptimo desenvolvimiento de sus actividades. Unos mercados desairados por una insuficiente ofrenda de confianza y de seguridad son unos mercados iracundos que justamente castigarán a los mortales con toda clase de penalidades. Es lo peor que nos puede pasar.
Confianza y seguridad son palabras que se oyen machaconamente estos días, pero siempre concebidas como bálsamo indispensable para el bienestar de los dioses de los mercados. Otra cosa es lo que ocurra con el común de la gente, cuyo destino parece ser el de una constante y despiadada 'lucha por la vida', basada precisamente en la desconfianza de todos hacia todos y la inseguridad de 'los menos aptos'. Una lucha cuanto más natural (sin ayudas o compensaciones 'artificiales') mejor. Para el pensamiento contable, al que, curiosamente, suelen adherirse aquellos que viven en constante estado de alerta respecto a sus pérdidas y ganancias, lo natural y lógico es la lucha por la vida, porque ese es precisamente el modelo que se ahorma perfectamente a una sociedad contable: unos ganan y otros pierden, por sentido común y por la Gracia de Dios.
El problema es que en una sociedad así los papeles de ganadores y perdedores están repartidos de antemano: ganan los que poseen el control de los mecanismos de apropiación, mientras que los perdedores suelen ser quienes no poseen más recurso que la venta de su trabajo, ofertado con manifiesta desventaja en un mercado selvático donde la 'competitividad' prima sobre la justicia, siempre.
Todo esto que digo huele, efectivamente, a naftalina, a discurso gastado, a siglo XIX como mínimo. Pero es que a naftalina, precisamente, apesta el discurso ese de la confianza y la seguridad. Un discurso en absoluto basado en una competición supuestamente natural, sino amparada, blindada, por unas leyes descaradamente clasistas (comenzando por las Constituciones liberales 'democráticas') y por el uso por parte de los Estados de la 'violencia legítima' (Weber), puesta al servicio del statu quo vigente, manifiestamente injusto, irracional y depredador. Todo muy, muy rancio, pero tan real y persistente.