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la hoja roja

Cifras y letras

yolanda vallejo
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Alos que somos de letras nos sigue sorprendiendo la facilidad con las que las cifras se han instalado en la vida cotidiana. Algo de culpa tendrán las estadísticas, digo yo, ese quinto, sexto o séptimo poder que sólo sirve para bajar la autoestima del personal y para levantar todo tipo de alarmas sociales. Ya sabe, no hace falta decir más, sólo existe lo que se puede contabilizar, lo que sólo es comprensible en cifras. Tampoco es algo nuevo esto de confiar a los números lo que no pueden decir las palabras. La cábala, sin ir más lejos, se ha encargado durante siglos de apoyar en la numerología cualquier interpretación del mundo; los pitagóricos, la pseudociencia, el tarot, la misma estadística, han ido configurando ese valor sagrado de los números que nos ha ido envolviendo y cómo, en los últimos tiempos. Ayer mismo tuvimos la oportunidad de proyectar las pocas ilusiones que nos quedaban en esa fecha mágica que nos ofrecía el calendario, once del once del once, magníficamente orquestada por la ONCE como un altar votivo donde depositar nuestros deseos. No pasó nada. No le tocaron los once millones de euros con los que tenía que haber mandado a paseo a Angela Merkel, ni a mí tampoco. Al final, una fecha más que anotar en los anales de «mi vida sin mí». En fin. Otra fecha que el tiempo se encargará de desfigurar, como el 11M, el 15M, el 22M –todas con M– o el próximo 20N –antes las llamábamos elecciones y nos entendíamos bien. La cita con las urnas tiene fecha de caducidad, como los yogures y no conviene consumirla después.

Pero está resultando tan pesada y tan indigesta esta campaña electoral que no quiero ni imaginar cómo será la digestión. Todo lo llena, cualquier estómago, hasta los agradecidos. Todo es campaña, todo pasa a un segundo y a un tercer lugar –otra vez cifrando datos– y ni la yaya Pantoja, ni siquiera la libre interpretación a tortazo limpio, de Romina y Albano y la Felicitá que escondían de puertas para adentro han conseguido apagar los ecos del debate del pasado lunes.

El debate como espectáculo es una práctica habitual en Telecinco desde que la importó Berlusconi. Sí, hombre, esa cadena cuyo share es siempre inversamente proporcional a la cantidad de espectadores que se confiesan adictos al grito y al colorín, al contrario de lo que sucede con los documentales de la Dos, que todo el mundo dice verlos, pero nunca lideran la audiencia televisiva. En fin, que lo de poner un ring mediático con dos contrincantes presuntamente enfrentados –tipo Kiko Hernández y Chelo García-Cortés–, abrir unas líneas telefónicas para que la gente mande SMS con todo tipo de despropósitos y poner a un moderador moderado no tiene mérito. Lo vemos cada tarde en Sálvame. Así que el gran debate de la Academia de la Televisión, con el políglota Manuel Campo Vidal –que ya podía haber saludado también en catalán y en euskera, por aquello de que son lenguas oficiales del territorio español, y haber dejado lo de Rafaella Carrá para otro momento– y aquellos dos señores de traje oscuro y maquillaje festivo mientras el Twitter hervía de comentarios jocosos –algunos realmente buenos–, no sorprendió en absoluto. Y como nos sabíamos de memoria lo que iban a contar uno y otro, nos dedicamos al estudio entomológico del lenguaje corporal, el ojo de Rajoy que se le iba un poco, las orejas de Rubalcaba de un color sensiblemente más claro que el resto de su cara, el tono mediocre de las corbatas, los escasos centímetros que separan a la izquierda y a la derecha en España, las ausencias del moderador, y sobre todo, los mensajes hipertextuales que se adivinaban en las intervenciones. Hasta que llegó la clase de geografía y entonces encontramos el verdadero motivo por el que nos habíamos sentado frente al televisor. No teníamos intención de escuchar el programa electoral –tan parecidos, por otra parte– de uno ni de otro. Nos daba tan igual que Rajoy llamara a su oponente Rodríguez lo que sea, como que Rubalcaba estuviera pescando cuando fue advertido de que Mariano cerraría el primer bloque. El debate quedó reducido al escaso conocimiento de los pueblos de la provincia que demostraron ambos, el «yameveopresidente» y el diputado por Cádiz –que tiene más delito–. La sombra del sainete cubrió el drama entero.

Ahí fue el lloro y el crujir de dientes. Dice Loaiza que no todo el mundo es capaz de decir pueblos de Galicia. Tiene razón. El problema no es ese, el problema es que cualquiera es capaz de ser presidente del Gobierno, como se vio en el debate a cinco del pasado miércoles. ¡Ay! ¡qué pesadez de semana!

Qué de numeritos para tan pocas letras. Y eso que nuestra semana, aquí en la tierra, curiosamente y haciendo burlas a su costumbre, ha estado llena de prosa y de poesía. Se celebró un seminario en torno a la figura de Eduardo Mendicutti al que asistieron Almudena Grandes –multipremiada por su última novela–, Vicente Molina Foix, Fernando Iwasaki, y Luis Antonio de Villena. Se presentaron la antología de Marianne Brull, La transición en Cuadernos de Ruedo Ibérico, la novela de Gabriela Cañas ‘Torres de Fuego’, el poemario de la versátil Blanca Flores, Vaivén, el de Abderraman El Fathi Danzadelaire, el Ateneo iniciaba un ciclo de conferencias dedicado al Bicentenario –otro–, y hasta se celebró que el Instituto Andaluz del Patrimonio restaurara –como si no fuera otro su cometido– un cartel del Corpus de 1892. Total, menos caspa de la acostumbrada, pero sin sacudirnos del todo el pelo de la dehesa. En Londres, los príncipes se hacían una foto delante de un cartel del Bicentenario –apoyo logístico, se entiende– y aquí seguimos sin enterarnos de que la piel del oso no se puede vender hasta que no se atrape.

Tenemos los números, pero no salen las cuentas aunque planteemos bien el problema, y por mucho que intentemos buscar un mínimo común múltiplo solo sabemos cuál es el máximo común divisor. Lo malo es que la solución tampoco la tendremos el domingo próximo.