Lorca, seis meses después del seísmo
La ciudad murciana trata de seguir adelante pese a las cicatrices del temblor que se ven en sus calles
LORCAActualizado:En Lorca los niños ya no van al colegio con casco y linterna, como algunos hicieron durante un tiempo, aunque se mantiene la rareza de ver a chavales de 13 años estudiando en la Universidad, y allí seguirán hasta que sus colegios puedan ser reconstruidos, nadie sabe cuándo. Los carteros se vuelven locos buscando a los destinatarios de las cartas que antes vivían en los 260 edificios derribados, las calles están tomadas por contenedores de escombros, las demoliciones han dejado al descubierto burlones en numerosas fachadas -repintadas de un amarilló chillón que sirve de aislante- , y resulta difícil ver un solo inmueble que no esté apuntalado, agrietado o envuelto en andamios.
La ciudad entera se muestra descarnada, seis meses después de los terremotos, al punto que de su paisaje forma parte ya el mayor número de cuadrillas de albañiles que pueda imaginarse, así como un batallón ensordecedor de volquetes, camiones, grúas, picos y carretillas. No solo La Viña -la zona cero, la estampa del horror- y San Diego, los barrios más castigados aquel 11 de mayo, están literalmente patas arriba, preñados de solares donde antes se levantaba la iglesia de Cristo Rey, el instituto Ros Giner o un bloque de 62 viviendas, sino que el casco histórico y el cogollo de la ciudad que bulle por La Corredera y la avenida Juan Carlos I presentan aún heridas de gravedad que tardarán años en curar.
Pero así está Lorca, no los lorquinos. Los lorquinos han tirado de su legendario carácter, ese que llevan en su ADN por la pertenencia a una tierra de fronteras, para levantarse mucho antes que sus edificios, y espantar en un tiempo récord -medio año no es nada- las noches en vela, los cuadros de ansiedad, el consumo masivo de ansiolíticos, los rumores infundados de que un día de éstos vendrá otro seísmo que arrasará el mundo. Los lorquinos no tienen tiempo de ir al psicólogo, porque su tiempo libre deben emplearlo en tapar los desconchados de sus casas, recibir a los péritos (allí les llaman péritos), tramitar el papeleo del Consorcio de Seguros, o ponerse de acuerdo con sus vecinos de escalera para conseguir un mejor presupuesto y escotar los gastos entre todos. Gestiones, todas, más perentorias que visitar a un psicólogo.
En Lorca, excepción hecha de quienes lloran a las nueve personas que murieron aplastadas el 11 de mayo, la gente se muestra resignada (optimista sería mucho decir), pese a que cientos de familias perdieron sus viviendas y malviven realojadas en las casas de sus allegados o en alquiler a cambio de pagar precios desorbitados.
Negocios cerrados
Cosa distinta son los negocios, que no pitan. El 40% de los comercios permanecen cerrados, el paro ha causado estragos, salvo entre los oficios relacionados con la construcción -que, obviamente, no dan abasto-, y varios miles de inmigrantes, de los 20.000 que se contaban en mayo, se han ido; se cree que mayoritariamente los de orígen magrebí, tocados al parecer por un miedo atávico en su cultura a los temblores de tierra.
Pero los lorquinos, aunque perdidas o agrietadas sus posesiones, siguen en pie. La profesora de Lengua Tana García relata que sus alumnos de Primero de Bachillerato en el Instituto Ibáñez Martín, de entre 16 y 17 años de edad, necesitaron al principio apoyo psicológico y ahora sin embargo han recobrado su estabilidad emocional, no sufren pesadillas y han desarrollado incluso una inusual disciplina que les permite entrar y salir de clase a la hora en punto, y educadamente, sin que nadie les toque el timbre, «entre otras cosas, porque nos hemos quedado sin conserje»
De no ser por tantas piedras sueltas, andamiajes y solares yermos a la vista, nadie diría que Lorca sufrió la hecatombe que sufrió. Su impronta de pueblo irredento asoma por encima de las escombreras cuando se escarba en su estado anímico, y lo más parecido a la rendición que puede apreciarse es un leve encogimiento de hombros, acompañado de la exclamación «¿y qué le vamos a hacer? Habrá que seguir 'palante'».
Cuenta la historia que San Vicente Ferrer fracasó en su propósito de evangelizar a los cristianos descarriados, a los moros y a los judíos de la Lorca de 1411 por su empeño en hablarles en valenciano. De tal forma cayó su prédica en saco roto, que lo último que hizo al abandonar la ciudad fue sacudirse las sandalias y exclamar la celebérrima frase «De Lorca, ni el polvo». Cuando, dos siglos más tarde, alguien decidió erigirle sobre una columna miliaria un monumento (después de todo, era un santo que había pasado por Lorca), se plantó la escultura en La Corredera, la principal arteria de la urbe y por la que más caballerías pasaban y más polvo se levantaba. Para que supiera San Vicente Ferrer lo que era el polvo de Lorca.
Casas de colores
Todavía se oye a menudo esta conversación cuando dos lorquinos se cruzan por la calle y se dan un abrazo:
-¿Y tu casa, de qué color la han pintado? ¿Verde? ¡Qué bien, me alegro mucho! A mí me la han puesto roja...
Eso quiere decir desalojo en una inquietante escala de colores que va desde el verde -vivienda habitable- hasta el negro, que significa demolición. Estos cuatro colores, y el amarillo chillón de las fachadas, constituyen una suerte de arco iris extraño cuando se mira la ciudad desde los barrios altos (San Pedro, Santa María, San Juan), precisamente los que mejor aguantaron la embestida del terremoto porque se asientan sobre un terreno pedregoso, menos blando que la cama en la que se acuesta la Lorca moderna. De ahí que la posibilidad de unas lluvias torrenciales, propias de esta época y de esta zona, asuste más -y con razón- que algunas supercherías que inevitablemente circulan, como la que vaticina el fin del mundo precisamente para hoy, 11 del 11 del 11.
Claro está que, con la ciudad hecha ciscos, casi nada es como antes en Lorca. El ánimo de sus gentes puede con todo, sí, pero la vida se hace tan difícil como pasar por algunas calles. El cura de San Cristóbal, Régulo Cayuela, tiene dicho a sus feligreses que no le lleven entierros ni comuniones, porque la iglesia que custodia al Cristo de la Sangre, el titular del Paso Encarnado, se cayó. Pero lleva camino de que le hagan el mismo caso que a San Vicente Ferrer, porque sus parroquianos «son muy 'rabaleros', y quieren enterrar aquí a sus muertos», así que, cuando no le queda otra que oficiar un funeral, lo hace en el salón parroquial, donde apenas caben el féretro y un puñado de deudos.
El corazón se encoge al llegar a La Viña por la carretera antigua de Granada y pisar la plaza en la que un niño de 14 años perdió la vida aplastado por una cornisa; la plaza también en la que una mujer embarazada murió minutos antes de que la médico del 061 María José Carrillo rescatara vivo a uno de sus dos hijitos. Aquella fotografía de Nacho García en 'La Verdad' dio la vuelta al mundo, más que otras de cuerpos tapados, porque reflejaba una imagen de vida, entre tantas de muerte.
La Viña. Desolación total. La fuerza destructora de los sismos atacó con una virulencia feroz, como si el barrio de los oficios (calle Herrería, calle Carpintería, calle Jardineros...) no tuviera bastante con ser un barrio de obreros. Cuesta creerlo, pero, además de muchos edificios, en La Viña desaparecieron de un porrazo calles enteras, y con eso está dicho todo. De ahí que las banderolas de la campaña electoral resulten por estos pagos una ironía («pelea por lo que quieres», «súmate al cambio»...), y que cueste poco entreverle a sus moradores la desesperación cuando se les pregunta por las ayudas oficiales o las indemnizaciones del seguro.