Derecho a la educación y principio de igualdad
CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTILActualizado:Hace casi 200 años, Tocqueville señaló que la dictadura de la igualdad se levanta sobre la pérdida de libertad. Así se ha puesto claramente de relieve en la tortuosa historia política del siglo XX, demasiado pródiga en hombres dispuestos a acabar con la libertad en nombre de la igualdad.
El impulso de la igualdad entre los hombres persigue un fin loable que, sin embargo, pierde su nobleza cuando sacrifica otro componente esencial de la condición humana: la libertad. Pero esta verdad es tan simple de enunciar como difícil de aplicar. No hace falta alejarse mucho para comprobarlo, porque los europeos llevamos ya al menos 150 años enredados en la dialéctica de esta doble reivindicación de igualdad y libertad, al precio de mucha sangre y miseria humana. Por eso es tan importante pensar y repensar el contenido del principio de igualdad, su relación con otros valores y sus límites.
En su formulación más básica, aceptada casi unánimemente en nuestro entorno cultural, igualdad significa que todo hombre es igual ante la Ley. Como proclamación genérica, hasta aquí todos de acuerdo; pero el conflicto empieza cuando hay que descender a las exigencias de la compleja vida real. Hay quien opina que el principio de igualdad legal implica que todos debemos ser iguales, iguales a toda costa y con independencia del esfuerzo que cada uno despliegue en la vida o de los talentos con los que la naturaleza le haya dotado. Esta manera de entender la igualdad suele ser el camino más directo a la injusticia y, llevada a término, al horror.
Otros pensamos que la igualdad no debe enfocar a los hombres, para asemejarlos con una uniformidad forzada, sino más bien debe apuntar a las oportunidades que el Derecho y el Estado tienen que ofrecer a todos por igual. En las modernas sociedades, económica y sociológicamente desequilibradas, difícilmente puede aceptarse que bienes como la sanidad o la educación queden reservados a quienes puedan pagarlos. Como señala Tony Judt, el acceso desigual a todo tipo de recursos es el punto de partida de toda crítica verdaderamente progresista del mundo. Pero, a partir de este presupuesto común, no cabe esperar más de los poderes públicos: conseguida la igualdad de oportunidades, lo que cada uno haga de su vida dependerá de sus capacidades y de su libertad. De lo contrario, la igualdad es una imposición nociva para la libertad propia y la común.
Estas dos visiones de lo que significa igualdad están en la raíz de muchos de nuestros problemas actuales como ciudadanos y como país. La letra y el espíritu de la Constitución aspiran a una sociedad que promueva y garantice la igualdad de condiciones de todos sus miembros. Pero, como sucede en otros puntos clave del texto constitucional, la involución social y política de las últimas décadas ha ido desviando la idea progresista y consensuada de la igualdad de oportunidades hacia ideas retrógradas y dogmáticas de igualación de las personas.
La clase formadora de opinión, la élite mediática y la izquierda menos democrática (a la que aún no se ha escuchado la más mínima crítica al horror causado por tantos igualitarismos frustrados en la Historia contemporánea) han logrado que hoy la igualdad se predique como un bien en sí mismo, sin necesidad de valorar su consecuencias o los medios empleados para obtenerla. De esta forma, el igualitarismo, camuflado de igualdad, se reviste del olor de lo sagrado.
Como resultado, lo desigual disgusta. En nuestro hábitat se mira con desconfianza al que se sale del guión: por ejemplo, si eres joven, debes ser atolondrado y rebelde, pero no en lo esencial (independencia de criterio o distribución de la riqueza), sino en lo accesorio (modas, gestos, atuendos). Se da así la paradoja de que aparecen como contestatarios jóvenes y no tan jóvenes que no hacen sino seguir las consignas del momento, pero creyéndose muy radicales por beber como cosacos, tatuarse una mariposa en el ombligo, o lucir treinta 'piercings' en los lugares más recónditos, cuando hoy lo contracorriente, lo verdaderamente revolucionario es ser insumiso ante los dictados de la moda, o ser monja, misionero, abstemio o casto.
La brecha ética abierta en la idea de igualdad que inspira nuestra Constitución va ensanchándose peligrosamente, gracias a la más nefasta manifestación del igualitarismo obsesivo, que es el que se da en la enseñanza, donde más duele, donde más daño hace. Las leyes de unos y la pasividad de otros han conseguido moldear un sistema educativo y un contexto social en el que la apología del igualitarismo ha subido a la categoría de verdad indiscutible, con el resultado de todos conocido: igualación por abajo y castración del talento sobresaliente.
Una grave perversión conceptual ha introducido en el mundo educativo la idea de que la igualdad ante la ley de nuestra Constitución conlleva el derecho de los ciudadanos a disponer de un mismo título académico, con independencia del esfuerzo y el talento. Para ello, la burda estrategia de prohibir el suspenso ha sido el alumbramiento más desesperado de esta pedagogía de la igualación que tanto conviene a la caterva de políticos profesionales empeñados en extender su vacuidad. En la enseñanza primaria y secundaria ya han conseguido la completa devaluación de los títulos. En la universidad vamos en la misma deriva.
El resultado de este tinglado es un engaño que perjudica principalmente al alumno, que es el que recibe un título que acredita unos saberes que después son más que discutibles. Si alguien piensa que al alumno barnizado con tan tosca técnica se le ofrecen mayores oportunidades se equivoca, porque ese título se convierte en papel mojado que para nada sirve si no está apoyado en una sólida formación; salvo enchufe o circunstancias rocambolescas, su titular está abocado al paro o al subempleo. Aquí la palabra adecuada es devaluación, porque el título sufre el mismo proceso de desvaloración que la moneda que no está respaldada por auténtica riqueza. Y la riqueza de las naciones es su educación.