Historia de buenos y malos

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La Historia de España de los dos últimos siglos se ha construido y se ha contado como una historia de buenos y malos. Ese es el sustrato de las dos Españas, el ADN turbio de un país que siempre se ha parecido demasiado a la metáfora goyesca de los garrotazos. Y a ese carro parece subirse Aznar cuando vaticina «van a ganar los buenos, los míos». Toda campaña electoral se llena de eslóganes y exabruptos para cerebros de baja intensidad –calificarse de idiotas entre sí solo es un fogonazo del marketing del día a día– con el ‘revival’ añadido de los enredadores del pasado, llámesele Los Beatles o The Walking Dead, que aparecen de cuerpo presente en la campaña, o más bien, como diría Ramón, de cuerpo pretérito. Pero la frase de Aznar va más allá del catálogo habitual de borderías marca de la casa; y en definitiva delata que la idea de buenos y malos no ha desaparecido a pesar del paréntesis alentador de la Transición. Hay una buena clientela sectaria.

La negación del contrario se retrata al expresar no la convicción de poder gestionar mejor, sino de representar a ‘los buenos’ contra ‘los malos’ en una escala moral excluyente. Puede parecer anecdótico, pero ese es el discurso desde los afrancesados, la persecución del liberalismo en el país de Fernando VII Tigrekán, la retórica carlista, absolutistas y antiabsolutistas, atravesando los ríos de sangre del siglo XIX, la componenda sagastacanovista, los nacionalismos y antinacionalismos, la brutalidad guerracivilista, la dictadura, todos esos demonios que hacían escribir a Gil de Biedma que «de todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España». El lenguaje actual puede parecer moderado para aquella violencia –cuando Pio Baroja podía incluso apelaba al ‘lenguaje saludable de los revólveres’– pero no es una buena noticia que aún funcione el recurso de cultivar el maniqueísmo de buenos y malos.

Quizá el mejor gesto de Rajoy y Rubalcaba en su debate fue el brindis conciliador ante el futuro. Claro que hay buenas razones para desconfiar. Estos últimos años no han sido nunca un modelo de entendimiento sino un cuadrilátero de confrontación constante, oportunista, a menudo hueca y siempre demasiado áspera. El zapaterismo, como antes el aznarismo, no ha servido para progresar sino desandar. La derecha nunca aceptó la victoria de Zapatero, e hizo hervir la estela del 11-M contra un presidente que ya traía de fábrica el indecoroso Pacto del Tinell con el ‘cordón sanitario’ contra el PP. Nunca, en estos ocho años, unos u otros han dado muestras de estar a la altura más allá de sus tácticas partidistas. Y el país necesita consensos, no iluminados que aún piensan la Historia de España como una historia de buenos y malos.