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Manuel Alcántara
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Para impedir el referéndum griego sería necesario prohibirle el acceso a las urnas a los metecos. El elástico concepto de la democracia permite que todo el mundo muestre su conformidad o su repulsa sobre asuntos de los que sí tiene la menor idea. Tan menor que no pesa, aunque cuente. La crisis que atraviesa Grecia, que amenaza con atravesar a más países, consiste entre otras cosas en la deslegitimización de los representantes legítimamente elegidos. Está muy bien que todos los ciudadanos tengan voto, pero el guirigay es ensordecedor si todos tienen voz. Las alienaciones del Barca o del Madrid deben depender de Guardiola o de Mourhino, que pueden equivocarse, pero sería excesivo hacerlas mediante un plebiscito entre los socios de ambos equipos. Cuando Borges dijo eso, tan criticado, de que la democracia le parecía un abuso de la estadística, no estaba vituperando al sistema sino a la contabilidad. ¿Por qué se nos obliga a expresar una opinión clara sobre asuntos oscuros? No solo oscuros, ya que cuando no hay dinero todos se vuelven tenebrosos.

Salvar al euro se ha vuelto una consigna, pero hay que pedir que participen los náufragos. Los hay que se agarran a una tabla y los que la enarbolan para dar lástima, pero visto de cerca a casi todos les da rabia. ¿Lo ha hecho tan mal como se dice o se ha visto precisado a construir un edificio con materiales de derribo? El sueño del euro se ha vuelto una pesadilla y todos, menos Alemania y Francia, empezamos a ver fantasmas y lo que es peor, a pisarles las sábanas. Propuso Bertrand Russell, y porfió mucho, que se constituyera una organización mundial para reunir a todas las naciones, pero cada país es uno, en el caso de no ser diecisiete. Las utopías quizá sean el principio de cualquier progreso, pero tienen muchas idas y venidas, vueltas y revueltas. Además no hay alivio de caminantes.